Una noche cualquiera se pierde en un horizonte rosado. Una moto, ropa ajustada y un misterioso hombre con el que follar descontroladamente en una onírica visión de la sensualidad. Un sueño abre el apetito para una joven pareja y su sirvienta, un hombre con corona y rimmel al que le ajusta tan bien el uniforme. Entre los tres preparan una orgía con específicos invitados: la puta, el adolescente, el macho y la estrella. Cuando todos aparezcan, la fiesta dará comienzo.
Yann Gonzalez difumina sus propios límites en la arrebatadora Les rencontres d’après minuit. Sitúa este irreverente mundo en un escenario kitsch futurista donde comienza esta grotesca fiesta en la que los cuerpos son lo indispensable para bloquear este pasaje con la aparición de la poesía más pura que domina su interacción.
Cada invitado tiene una historia que contar, un ecuménico monólogo que a todos concierne y habilita una ensoñación que nos propone inmiscuirnos en sus pasados, todos físicos y experimentados, lugares que se asemejan a la depravación más sentimental, en escenarios simples que se adaptan a quienes narran sus experiencias. Sin salir de este lugar comprobamos como la interactuación entre ellos se transforma de lo físico a lo psíquico, complaciendo sus expectativas, que varían tal y como aumenta su contacto.
En el centro de este habitáculo encontramos un elemento indispensable. Obcecado en lo sensorial, el director recurre a un aparato que musicaliza el estado de ánimo de todo aquel que lo toque. Es así como pone en el punto de mira a M83 y su música, dotando de un aspecto indispensable cada canción. Si bien nos acompañan sus sonatas, adaptadas como una barroca iniciación, son sus palabras las que nos prometen una nocturna canción de amor.
Para cada invitado ha creado un mundo propio e intransferible que todos admiran, desde sus vestimentas hasta sus gestos estudian la realización personal de cada uno de ellos, cada uno con una marca que les representa: una cicatriz, una peluca, un parche o un pene desproporcionado, algo que los demás aplauden por su sola presencia y que rivaliza sus personalidades.
Del descaro inicial se introduce la fase nostálgica, más allá de lo explícito se busca algo interno y flexible, que con la palabra genera mayor expectación. Sumerge a los presentes en un estado aletargado que invierte su tiempo en teatralizar un hipotético pasado que casa con la eternidad y el furor físico. Como vampiros del amor succionan a sus coetáneos e intentan mantener un halo de misterio que se esconde la necesidad de unirse entre todos.
De extremos surgen finos hilos que conectan estas rocambolescas historias que viven tanto de lo visual como de lo sonoro, que condensan la pasión con una fraternidad absoluta que sugiere tanto como muestra, desembocando en la unión intelectual que deja olvidada la realidad en algún rincón desconocido.
Esa atractiva pareja que escucha y se acaricia con sus invitados es un nexo infinito con el arte, vendedores de humo que mutan su palidez antojados por relaciones personales que atormentan la razón. Un bello ejercicio estilístico que sorprende y desconcierta, con un resultado más intimista de lo que cabría imaginar, y que requiere de cinco sentidos completos para ser plenamente disfrutable.
Evocar… todo parece un puntual homenaje, aquellos que se nos antojan al ver una pequeña Alicia en un país atemporal entre penes, un personaje arrancado de alguna película iniciática de Almodóvar, una verga elocuente a lo Ex-drummer o un intimista teatro de butacas rojas donde sólo faltaba escuchar aquella versión de Rebekah del Río ataviada de gestos lynchianos. Pequeños detalles que divinizan amor y muerte por igual.
Si la transgresión de una historia fuese una fuente lumínica infestada de armoniosidad, desplegaría sus alas para concebir una nueva historia que poco se relaciona con la anterior y aún así, se basa en unos mismos cimientos: la emoción envuelta en nocturnidad.
Su encuentro es puro amor. Una tenue luz que invita a que el día se alimente de la noche y tan visual experimento se transforme en un inevitable adiós. La lágrima que recorría el rostro de la mujer de negro vuelve a aparecer para desvanecerse en un nuevo recuerdo generado, en la hiperbólica Les rencontres d’après minuit, en la incursión de la imaginería de otro que contempla expectante nuestra reacción.