«Todo lo que aparece en mi película está basado en experiencias personales» cuenta Ladj Ly, el joven director francés que debutaba ayer en la Sección Oficial del Festival de Cannes con Les misérables. El propio Ly, de sólo 39 años, vivió en primera persona los disturbios acaecidos en el país vecino en el año 2005, los de más gravedad en Francia desde la famosa no-revolución de mayo del 68. Ly, criado en las calles de uno de los más humildes ‹arrondissements› parisinos, habla, por lo tanto, no como testigo ajeno a unos hechos determinados, ni como observador dotado de conciencia de clase, sino como participante activo, víctima, si ustedes prefieren, de la miseria y de la brutalidad policial, de los edificios en ruinas y las calles arrasadas por la droga y la violencia.
Dada esta premisa, es difícil pretender que sus imágenes, su forma de ver el mundo, no estén contaminadas por ese principio, pero creo que es necesario plantearse, antes de juzgar si esta falta de distancia con lo narrado es algo eventualmente negativo, si acaso resulta más defendible la postura contraria. Cineastas como Ken Loach o los hermanos Dardenne han basado su carrera en la puesta en escena sobre la pantalla de conflictos sociales, a veces enfocados desde lo personal, a veces desde lo colectivo. En esa traslación, vista con perspectiva, resulta fácil encontrar reconocibles huellas de condescendencia, unas marcas no achacables a la falta de sinceridad de los autores, a la existencia de un hipotético cinismo, sino a su propia ascendencia social, tan alejada (seguramente para su desesperación) de la que ha marcado a sus muy proletarios protagonistas.
En la película de Ly, esa alienación social es notoriamente inexistente: la rabia propia del lumpen se manifiesta de forma violenta en la agresividad de sus transiciones, en la utilización de recursos poco sofisticados, pero aquí plenamente justificados, por formar parte de los propios usos narrativos del barrio. Somos incapaces de imaginarnos a alguno de los directores nombrados anteriormente contando una escena como la del encuentro de los chavales del edificio protagonista con los hermanos musulmanes: la propia distancia vital entre unos (directores) y otros (organización islamista), haría de esa cercanía algo imposible. Ly narra como lo que es, al igual que lo hace Saenz de Heredia al hablar del franquismo o Ford de la campiña irlandesa.
Sí cabe resaltar, y quizás sea el hecho más destacado del filme, el intento por parte del realizador de establecer un proceso dialéctico con aquello a lo que teme o se enfrenta, es decir, haciendo que, durante buena parte del metraje, el punto de vista de la acción recaiga en los policías a los que se enfrentan los jóvenes protagonistas. Casi como si intentara entender la naturaleza de unas acciones generadas por el miedo y la impotencia que por una especie de maldad intrínseca. Esta necesidad de entender al otro debería hacer cuestionar al lector cualquier opinión leída donde se mencione uso del maniqueísmo como herramienta denigratoria. Tan maniquea puede ser esta Les misérables como cualquier otra película concebida desde unos preceptos capitalistas etc. La diferencia quizás es que aquí el elemento más notorio es la rabia, un sentimiento mucho más alarmante, para la conciencia occidental, que la habitual y obsolescente indiferencia burguesa.
Queda claro por tanto que Les misérables no es una película perfecta, pero que sus imperfecciones vienen determinadas por la propia voluntad del autor de ser honesto con su origen y clase social. Puestos a elegir taras, parece difícil escoger una más adecuada.