La adolescencia es una lucha por encontrar un lugar y un propósito en la vida, por librarnos de los dogmas arcaicos que los mayores intentan imponernos y que están desfasados con un presente que evoluciona y que deja atrás a quien no sigue su ritmo, pero somos ingenuos en esta etapa, inexpertos, arrogantes, adictos a las fantasías, a los sueños, demasiado confiados, con una vida que nos desborda y nos motiva a arrojarnos al caos, a la maldad, a la noche, a cualquier lugar donde podamos escapar de la monotonía, de la pasividad, del conformismo, llenos de belleza y por ende creyéndonos eternos, sesgados por esta gloria juvenil, incapaces de ver las consecuencias… Por esto la adolescencia está llena de estupideces, sinsabores, humillaciones, tropiezos, y dolor. Y en resumidas cuentas esta es la historia de Nina, una bella joven de 16 años que ha renunciado a los estudios y que trata de salir adelante con trabajos casuales.
Representada por la debutante Zéa Duprez, Nina es una chica de una belleza que confunde, que invita a mirar con detenimiento, porque más que de sus grandes ojos o su delicada barbilla nace de la riqueza de sus gestos, de la vitalidad de su sonrisa, de su mirada indecisa, de su figura frágil e imperfecta que es fortalecida por lo atrevida y enérgica de su personalidad. Y el realizador aprovecha esto al máximo, ya que la mayoría de la película es contemplación de Nina, de sus ‹hobbies›, de su trabajo, de sus silencios, de su intimidad cotidiana, de su vida social, porque la obra a veces parece un inventario, una sumatoria de momentos, de experiencias, de vivencias que matizan al personaje y que no necesariamente se conectan con la trama; en esto recuerda a algunas obras de Abdellatif Kechiche como Mektoub, My Love: Canto Uno en las que no hay miedo de distraerse, de dejar a los personajes librarse de las ataduras narrativas y ser más que las herramientas de un autor. Y es este naturalismo espontáneo el que hace que Nina viva, y su vida es más compleja y grande que la suma de unos cuantos hechos conexos. Esta exploración que ahonda en lo subjetivo del personaje al final termina siendo lo mejor del film.
Por otro lado está lo lineal de la trama, que es el punto débil de la propuesta, en ella se desarrolla una relación amorosa de Nina con un joven egipcio llamado Morad; Morad es el clásico ‹bad boy› que promete rebeldía, peligro y experiencias intensas, además es extranjero, por lo que también abre las puertas a una realidad diversa, a otro mundo con muchas bondades que vale la pena probar. Y aunque esto suene interesante, no se desarrolla lo suficiente como para que aporte una reflexión poderosa con respecto a este tipo de amores, la historia recorre varios clichés con tanto descaro que se da el lujo de irlos señalando antes de echarlos a andar, como si fuese consciente de que no viene nada impresionante en este sentido y que es mejor no hacerle falsas promesas al espectador. Aquí la voluntad del realizador se siente dispersa, como si a pesar de que lo que más le interesa es lo espontáneo e intuitivo no fue capaz elegir con solidez transitar por este camino sin desprenderse de una narrativa clásica.
Pese a lo anterior, Les météorites es uno de esos casos extraños donde las virtudes bien aplicadas engrandecen una experiencia que por lo demás es predecible. Su naturalismo, su atención a los detalles, su exaltación de Nina nos permite volver de nuevo a una de las etapas más complicadas, pero al mismo tiempo bellas de la vida.