En los años noventa, acudir al estreno de la última película de André Téchiné no solo era un acto reconfortante desde el punto de vista cinematográfico, sino que resultaba todo un acontecimiento. Al igual que su colega Tavernier, las películas de Téchiné gozaban del prestigio, unido a cierta popularidad, inherente a la autoría de esa generación que cineastas franceses que emergió tras el ocaso de la Nouvelle Vague, sin duda todo un reclamo ineludible para esos jóvenes quinceañeros con alma gafapastosa que conocieron el amanecer de la vida en aquellos años, entre los que se encontraba el redactor del presente texto. Recuerdo con inmenso cariño el visionado de la que a la postre es considerada la obra maestra del autor de Fugitivos. Me refiero a Los juncos salvajes, bajo mi punto de vista una de las mejores cintas de la historia del cine francés y asimismo quizás la obra que mejor ha reflejado el despertar de la vida en el séptimo arte. Y es que este relato autobiográfico, girado alrededor de los recuerdos de juventud del propio director quien no dudó en desnudar su alma atormentada y solitaria para mostrarla con emoción y sensibilidad al resto del mundo, contiene todas y cada una de las características que fundamentan el cine de Téchiné.
Así podemos amasar las obsesiones y tendencias propias de Téchiné en unos pocos paradigmas que definen su arte. En primer lugar destaca la sencillez con la que el autor de Alice y Martin disfraza sus historias. Una espontaneidad que encierra en su interior la maestría de esos diestros compositores que diseñan sus partituras sin esfuerzo aparente. Igualmente la prosa de Téchiné se envuelve de una brillante melancolía, a veces nostálgica, potenciada por el hecho de centrar el foco de atención en el despuntar de la juventud, irradiando en pantalla los vicios y virtudes propios de la ingenuidad adolescente. Del mismo modo detectamos una tendencia acentuada en armar melodramas sustentados en triángulos amorosos escalenos y disfuncionales que empuja a sus protagonistas a un abismo de pasiones y desesperanza milimétricamente telegrafiado por la fina pluma de Téchiné. Finalmente, las películas de este maestro del melodrama moderno personifican una hábil y afilada radiografía de esas clases medias integrantes de la Gauche divine perdidas en mares de dudas y nihilismo ideológico, convirtiéndose por tanto en un perfecto vehículo que describe la caída en los infiernos de esa vacía burguesía de izquierdas —no, no me he equivocado asociando ambos vocablos— incapaz de luchar contra sus propios fantasmas filosofales.
En este sentido, Les innocents se destapa como una de las cintas más interesantes de ese primer Téchiné aún no arrebatado por la popularidad que trajo consigo Los juncos salvajes. Y ese atractivo se vincula a que la misma presenta buena parte de esos paradigmas descritos en el párrafo anterior. Puesto que podríamos calificar a Les innocents como una especie de Los juncos salvajes multicultural a la vez que misterioso y extravagante. Así, la cinta narra la llegada a Tolón de la joven Jeanne (Sandrine Bonnaire), una muchacha poco habladora y no muy ducha en cuanto a relaciones sociales se refiere. El arribo de Jeanne a esta pequeña villa mediterránea obedece a la invitación a la boda de su hermana, una alocada joven infiel y despegada, quien ha decidido asentar la cabeza contrayendo nupcias con un joven magrebí. Sin embargo, Jeanne acude a la celebración con un objetivo diferente al lúdico, pues sus verdaderas intenciones serán las de volver a encontrarse con su hermano pequeño Alain, un adolescente sordomudo que decidió huir del control fraternal de Jeanne en busca de la libertad proporcionada por los escasos cuidados proporcionados por su irresponsable hermana mayor. Igualmente, Alain ha encontrado en Tolón un alma gemela en la silueta del joven Said (interpretado aquí por el prestigioso cineasta franco tunecino Abdellatif Kechiche) a quien Jeanne observará en primera instancia como un rival al que vencer para lograr su propósito de volver a casa junto a su hermano Alain.
En su quimérico camino por Tolón, Jeanne conocerá igualmente al joven Stephane, un solitario adolescente quien acaba de despertar de un coma que a punto estuvo de terminar con su vida. La amistad que nacerá entre la asocial Jeanne y el timorato Stephane vendrá condicionada por la sobreprotectora presencia de la madre de Stephane, una mujer que controla todos y cada uno de los pasos de su vástago, así como por la atormentada estampa del padre del joven, un psiquiatra alcohólico y bisexual traumatizado por sus insatisfacciones familiares, que para complicar más aún el embrollo se halla profundamente enamorado de Said. Un Said que esconde un inquietante secreto que le relaciona funestamente con el aparentemente ingenuo Stephane… pero las apariencias no siempre reflejan la verdad de la condición humana.
Todos estos tejemanejes, típicos del melodrama ochentero —así encuentro ciertos tics del universo de Pedro Almodóvar presentes en esta fantástica obra de Téchiné—, serán empleados por el autor de La chica del tren para edificar un triángulo amoroso de ángulos complejos de resolver, dejando estallar en pantalla una amarga tragedia de reminiscencias homéricas que recorre los complejos terrenos del odio racial. Todo ello acompañado con ingredientes tan picantes como la represión de nuestros instintos primarios, la soledad, el resentimiento convertido en venganza y el fatalismo tomado como bandera que rubrica una obra perfectamente hilvanada gracias a la mirada contemplativa y siempre inteligente de un Téchiné en estado de gracia.
Un gran acierto del film consiste en focalizar la acción en escenarios naturales, regados con una luz esplendorosa que se adorna de unos bellos cielos despejados de nubes. Un ambiente externo que chocará con la negrura y suplicio que radiografía a los espléndidos personajes que dan forma al drama, unos personajes atemorizados por la vida, encerrados en un ensimismamiento tenebroso y enfermizo que sirve a Téchiné para suscribir un poderoso alegato en contra de la sobreprotección aplicada en una doble vertiente; por un lado la ejercida por la madre de Stephane sobre su retoño, que correrá en paralelo con la que desea practicar Jeanne con su pequeño hermano Alain; por otro la desempeñada por una Francia convertida en la metrópolis amable de esos países del Magreb a los que esquilmó y desangró. Unos pecados que han sido expiados a través de un paternalismo falso y aparente que naufraga en esa xenofobia que realmente impera en la sociedad gala.
Les innocents se beneficia de un reparto espectacular que aporta todos y cada uno de los matices precisos para encumbrar el resultado final del producto. Destacar la siempre sugerente y enigmática presencia de la estrella femenina del cine francés de los ochenta, la felina Sandrine Bonnaire quien cumple a la perfección ejecutando un role que la venía como anillo al dedo: la de esa joven vulnerable y desorientada marcada por un halo de fatalidad —muy en la línea de sus papeles en A nuestros amores y Sin techo ni ley—. Kechiche igualmente dota a su personaje con una sombra de rebeldía y descontento muy bien tejido. El tristemente desaparecido Simon de La Brosse no desentona interpretando a ese rebelde sin causa enredado en sus propios fantasmas interiores, con un miedo atroz al compromiso y a dejar el nido familiar para aventurarse a la vida sin redes ni cuerdas. Finalmente el veterano Jean-Claude Brialy, pondrá el broche de oro con una partitura precisa, contenida y muy natural, inherente a un gran señor de las tablas francesas.
Todos estos mimbres convierten a Les innocents en una de las joyas de la filmografía de André Téchiné, que anticipa algunos de los puntos culminantes que convirtieron al cineasta francés en uno de esos nombres indiscutibles del cine de los años noventa. Una figura que desgraciadamente está algo olvidada por parte de las nuevas generaciones de cinéfilos. Hecho que espero sea solo una creencia infundada por mi parte. Y es que el maestro sigue deleitándonos con su arte, mostrando que a pesar de sus más de setenta años sigue en plena forma. Puesto que su última obra estrenada recientemente en España —Cuando tienes 17 años— se encuentra entre lo mejor del año 2016 para un servidor. Esperemos que aún podamos seguir disfrutando de este viejo profesor del séptimo arte.
Todo modo de amor al cine.
adhiero plenamente es un cine simple pero poético a la vez…una joya de director!