Con Les images Parfaites Beatrice Plumet parte del delirio causado por una idea que le obsesiona: si busco reflejar la quietud más absoluta en el momento previo al retrato fotográfico pero el modelo termina parpadeando, ¿qué pasaría si le hipnotizo? Es en base a esta búsqueda de la inmovilidad externa del fotografiado (hay que tener en cuenta que la directora está interesada en el proceso originario según el cual se debía posar durante 20 minutos) y, por lo tanto, también a la ruptura de la barrera que supone el parpadeo como última resistencia a la inmovilidad perceptible, sobre lo que Beatrice Plumet construye esta obra que va de la mera chapa hacia la propuesta práctica. Y es que si la idea primera es atractiva de por sí y en toda su simpleza, serán los varios derroteros que esta vaya siguiendo en su transcurso los que harán de Les images Parfaites una obra interesante de verdad. Es el punto de partida el que, en su desarrollo puramente teórico, creará la sensación de ser un “hacia abajo”, es decir, de centrarse solamente en explicar mediante la palabra y analogías la idea propuesta que se mantiene en la superficie, haciendo así patentes sus raíces. Es en este sentido que la directora hablará al espectador de su experiencia buscando el imposible estatismo de sus modelos, así como de las motivaciones que la llevaron a tal proyecto, para pasar a mostrar el trabajo de una taxidermista que, a su manera, lucha contra la naturaleza (y contra el pestañeo) en busca de la inmovilidad de los cuerpos al romper la cadencia natural de corrupción y degradación de estos tras la muerte. Parece por lo pronto que Beatrice Plumet se empeña en hacernos ver que su plan no es tanto una pura locura como sí un experimento un poco loco que, además, responde a una preocupación universal que germina en diversos campos. No te emparanoies, Beatrice, todos queremos hacer escapar los cuerpos del devenir del tiempo (y a más de uno nos gustaría hipnotizar). Te entendemos.
Y es así que Beatrice Plumet invierte la dirección y hace que Les images parfaites deje de ser ese “ir hacia abajo” para pasar a ser un “hacia arriba en todas direcciones”. Comienza la propuesta práctica y nos pone a prueba con una primera incitación al juego: la verborrea incesante sobre una teoría que habla del parpadeo como punto seguido en el pensamiento y de otra que propone que la película perfecta sería aquella en la que los cortes se correspondan con el parpadeo terminan por provocar de manera irremediable que termines por pensar tu parpadeo, y hasta que varíes su ritmo para ver qué coño están diciendo y si acaso puede ser cierto. Pero vamos, que ya sales del cauce de la palabra y de la imagen meramente explicativa que te encorseta para saberte a ti mismo en una sala de cine y empezar a moverte no ya como consecuencia de una reacción fisiológica involuntaria ante lo que se sucede frente a los sentidos, sino de manera voluntaria y a la vez en respuesta a lo en la pantalla acontece, sin hacerlo porque te ves atado. La dimensión práctica de Les images parfaites se dilata pero para ello se traslada al espectador a otro nivel, y es que si en un principio discurríamos por la vía del discurso sin sufrir variaciones para pasar después a ser empujados a un lado para sentirnos sentados y sabernos en la butaca, será ahora cuando la directora decida dejarnos en caída libre hacia quién sabe dónde. Y aquí es donde está la gracia de Les images parfaites, una gracia que no es tan gracia si tenemos en cuenta que se ha hecho mil y una veces. Beatrice Plumet decide terminar sintetizando la concepción de la hipnosis que deriva en la del puro trance con la idea del espectador que percibe al espectador que percibe y la paranoia en la que esto desemboca. Esta idea, de la cual bien pueden haberse encontrado bosquejos en multitud de obras bien desarrollos delirantes como el de Entrada del público en la sala de verano de Augusto M. Torres (2015), es explotada aquí de manera interesante. La amplitud del campo de práctica a la que aludía anteriormente tiene su anclaje en todo esto que se viene diciendo justo ahora por dos motivos. En primer lugar, si el espectador no acepta este absurdo se dispondrá a buscar su lugar de manera forzosa («si estoy viendo a estos que ven a otros que ven, ¿me estarán viendo otros espectadores a mí ahora mismo mientras veo dando lugar a un terrible círculo vicioso en el que no sé qué lugar ocupo?»). En segundo lugar —y este se vuelve un problema por eso de que, al menos en España, tenemos enquistado ese problema de la mala educación en las salas de cine donde hablan y sacan móviles y todas esas cosas que distraen y no dejan concentrarse—, si el espectador decide aceptar esta propuesta el poder del carácter irresoluble de la misma es muy probable que termine por elevar la conciencia, entrando así en el trance que emerge del contacto continuado con lo observado en una situación favorable (y esta, la del poder que sobre el espectador ejerce el carácter irresoluble del espectador que ve a espectador que ve, pretende ser la situación favorable). Es decir, que Beatrice Plumet, ante la dificultad de romper la última resistencia a la quietud de la parte física externa de sus modelos para conseguir el instante que busca parece haber dicho: «Vale, si antes no podía captar de manera natural el instante perfecto, pero después tampoco podía hipnotizándolos durante 20 minutos delante de la cámara, qué pasa si hipnotizo a una sala de cine y en lugar de en 20 minutos lo hago en una película de 44 y después…». Luego solo queda apostar en qué minuto se nos ha hecho la fotografía, cuándo fue que alguno de nosotros dejó de parpadear.