Desarrollar toda tu trayectoria laboral y vital durante décadas al lado de tu hermano mayor, creciendo ésta paralela e indisolublemente desde su germen cinéfilo en aquellos jóvenes a los que deslumbró Paisà — Camarada (Roberto Rossellini, 1946) hasta la muerte de Vittorio Taviani, deja un sedimento inamovible como una roca. Paolo, falto de un miembro desde casi Una questione privata (2017), en la que Vittorio acusaba ya la enfermedad, afronta en solitario Leonora addio, intentando estar a la altura de ese pasado cine fraternal, generado como “hermanos siameses” que fueron entrelazando su pasión cinéfila y preocupación social de forma inseparable. Un cine impulsado por el neorrealismo italiano, puntal de la cultura de ese país, al que supieron dejar su marchamo atravesado por la historia, el vínculo político, la cercanía al pueblo, la literatura, realismo y una forma de narrar característica trenzando con acierto desolación, lirismo y textura de cuento; tal como les avalan numerosos premios en festivales y sus famosas películas Allonsanfan (1973), Padre patrón — Padre padrone (1977), La noche de San Lorenzo (1982), Good Morning, Babilonia (1987) o César debe morir (2012), entre otras.
Paolo, sabedor de su agotamiento vital y consciente de un final más próximo que lejano, firma esta película alrededor de la figura del escritor Luigi Pirandello en su última fase y con motivo del aciago momento de su muerte en 1936. Un proyecto previsto años antes por la pareja, no abordado hasta 2021, por el que se convierte en un “pretexto” para homenajear a su hermano, a ese miembro amputado por lo insoslayable que le sigue doliendo, le pica y hace tangible su ausencia. Una película dedicada a él en los títulos del inicio («A mio fratello Vittorio») de su puño y letra, que deviene una elegía con sabor melancólico, con interés por desplegar, remover y reclamar ese cine de antaño insustituible. Aquel cine en blanco y negro con texturas, con imágenes que inserta en varias ocasiones que ilustran ese pasado añorado, aquél que les fascinó, con su granulado cargado de poso político, de denuncia, testigo de la Italia que se desmoronaba al borde del colapso por la II Guerra Mundial. Por el fascismo, por la obligada emigración, por el éxodo rural, pero que se mantenía incólume en sus ganas de regeneración. En definitiva, poder crear una obra “póstuma” para Vittorio, que está presente permanentemente en ella y una de las últimas de Paolo o quizá la última, por más que en una entrevista expresó su deseo de seguir dirigiendo como el longevo Manoel de Oliveira. Pero esta película exuda un evidente triángulo de despedida: despedida al escritor y premio Nobel, que les ha acompañado en su carrera cinematográfica y al que acompaña ahora con sus cenizas por toda Italia hasta Sicilia; dolorosa despedida fraternal, y agridulce despedida propia del que sigue en pie continuando en solitario por única vez el legado Taviani.
El título de la película, Leonora addio —sacado de un cuento homónimo de 1910 de Pirandello, que no aparece en la película, pero que al director le apeteció que representara a la misma por ese “adiós”— se presenta sobre un impactante plano nadir del techo y palcos circulares de un teatro en blanco y negro, terminando igual con ese plano ya en color representando una historia cíclica que completa un relato destinado al público que llorará, se emocionará o reirá como en una obra teatral. Exhibe una factura impecable, emociona y resulta muy buena película, pero hay algo en ella que le impide culminar con destreza el trazo del círculo, evitando que se convierta en una obra redonda del todo. Quizá la inclusión aislada en su última media hora de un capítulo a color de Pirandello, “Il Chiodo” (El clavo) —que escribió veinte días antes de fallecer, basado en una noticia del periódico y con localización en Brooklyn— como epílogo, desdibuje algo la linealidad y cierre del relato, que no la temática en torno a la muerte.
Aunque es necesario añadir que en un segundo visionado se le encuentran muchos más nexos con la parte central y razones que vienen a complementar la fugacidad del paso del tiempo, las motivaciones en la escritura de los últimos días del escritor o el enlace directo con el capítulo “L’altro figlio” de la novela de Pirandello, que forma parte de la película Caos — Kaos (1984), de los hermanos y que continúa seis años después con esa desgracia infantil que porta el amargo poso de la emigración siciliana a Nueva York.
Aglutinar y sintetizar una emoción tan honda, un modo de entender el cine, reivindicar el clásico, sus inspiraciones, la existencia, en definitiva, se formula como una ardua tarea, encomiable, fuera de toda duda. Proyecto depositario en potencia de la esencia de los Taviani, realizado con mucha lucidez, con sabor a cine pretérito, aunque sin demasiados riesgos (quizá lo novedoso de incluir ese capítulo neoyorquino como cierre sea algo parecido a arriesgar), pero con alguna pequeña fuga que altera ligeramente su centro de flotación, huérfano del sustento de su hermano con el que se alternaban en el pasado las escenas de rodaje y paseaban por una nocturna Roma conversando sobre planes conjuntos y fabricando un engranaje sólido de ideas.
La historia se estructura, como apunté antes, enfocada al reconocimiento del escritor Luigi Pirandello (1867-1936), comenzando con imágenes del Archivo histórico Luce Cinecittà del acto de los premios Nobel. Sobrevuela desde el inicio un aire melancólico por la seriedad de su gesto en esa solemne entrega, que se hace elocuente con la voz en ‹off› de Roberto Herlitzka como sus pensamientos: «Nunca me he sentido tan solo y triste», le escribía a su musa, actriz y amor platónico, Marta Abba, en esa larga relación epistolar. Durante el desarrollo escucharemos algunos pensamientos del autor, que van del pesimismo a la ironía, que caminan de la mano de la aceptación de la celeridad de la vida bajo el prisma de la sensatez. Como aquellos que lanza en esa escena inicial con sabor onírico y teatral en la sencilla habitación de sus últimos momentos postrado en cama en que reflexiona sobre el tiempo sin poder articular palabra, y el envejecimiento también irremisible de sus tres hijos que entran como niños y salen ancianos. Planos en blancos y negro con una puesta en escena muy atractiva, muy estudiada, con esa mesita con medicamentos y una manzana sin morder que anuncia el desenlace y una mirada casi elevada desde el cabecero de la cama hacia la puerta.
Le sigue lo que será un periplo desde el mismo día de su muerte en que el Estado fascista descubre con estupefacción en la carta de últimas voluntades su negativa a un funeral de Estado, a desear que le dejen desnudo con una sábana, a que le lleven en una carroza de pobres. Que transcurra en silencio su fallecimiento. Su deseo de ser incinerado y que esparzan sus cenizas «porque nada quiero que de mí quede» y si no fuera posible, que lo depositen en una urna griega y lo lleven a Sicilia, donde le recojan en una piedra en esos paisajes. Desgraciadamente el futuro viaje de las cenizas del escritor se ve influenciado por el devenir histórico-político de Europa e Italia que paralizan sus deseos durante diez largos años en el cementerio de Roma tras una triste y casi anónima pared de cemento. Diez años de demora, testigos de la barbarie, de la ‹paura› que tanto se nombra en el film, del caos y lucha de los italianos que perecían inermes o se morían casi de hambre. Etapa que llega a modo de eclosión inesperada como ese avión que anuncia insultante lo que vendrá en el extracto que vemos de Verano violento (Valerio Zurlini, 1959) con ese vuelo rasante en la playa que atemoriza a la población. Así como de películas como la citada Paisà — Camarada (Rossellini, 1946), La aventura (Antonioni, 1960), El bandido (Lattuada, 1946) o la nombrada Caos — Kaos (1984), entre otras más.
Paolo Taviani trata de ofrecer un relato, una vez mandado un delegado de Agrigento (Sicilia) a por la urna, que bien podría haber escrito el mismo Luigi Pirandello, salpicado de política, de la voz del pueblo (hasta insultos de unos ciclistas muertos de frío), de pesimismo, amargura, absurdo, sarcasmo y humor negro. Un viaje interminable que comienza con la negativa de transportar sus cenizas en un avión americano por la superstición de sus viajeros, obligando a un trayecto homérico en tren de norte a sur atravesando no sólo la geografía de una Italia asolada, sino la historia del país en sí que también se encontraba humeando entre cenizas.
Un tren habitado por la sociedad italiana del momento, un microcosmos concentrado entre estrechas paredes donde conviven la muerte y la vida, el dolor y el amor, los que regresan vivos de la contienda y los que huyen de la persecución judía. Una torre de Babel animada por las notas de un piano con el que bailan dos parejas con caras largas de las mujeres, partidas de cartas improvisadas sobre la misma caja de los restos de Pirandello o haciendo el amor apasionadamente en el silencio y oscuridad nocturnas entre la adversidad.
Trayecto con tiempo para la observación de los acontecimientos de la historia, la reflexión acerca de la existencia, de lo verdaderamente esencial, de meditar sobre los ideales, lo que somos, lo que nos define. Parada en Agrigento, no exenta de momentos de humor negro relacionados con el ataúd y el cortejo fúnebre, teniendo que esperar aún unos años más hasta descansar en el hueco de una roca preparado para tal fin (a destacar los enclaves naturales elegidos con esas rocas ingentes de formas sugerentes y texturas de arenisca). Y no exenta tampoco de ironía el azaroso y nada pensado esparcimiento de las cenizas hacia el aire y el mar en una escena muy bella y poética con una progresiva y fulgurante transición hacia el color que resalta el azul del mar. Reseñable la sencilla y emotiva banda sonora de Nicola Piovani, común en su cine, que acompaña melancólica y suavemente la atmósfera de ceremonia de despedida que impregna todo el metraje.
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”