Puede que hablar de metacine ya no sea algo novedoso así como tampoco de su traslación a la pantalla. Ejemplos de ello ya hay en casi todos los géneros y, como casi siempre, lo que comienza como algo refrescante, incluso atrevido, puede acabar por agotarse, por ser un recurso fácil que sigue buscando un impacto que ya no tiene. No obstante, casos como el que nos ocupa, Leonor Will Never Die, demuestran que si se tiene un objetivo y un uso justificado del recurso, lo meta no solo puede funcionar sino convertirse en una poderosa arma de reivindicación.
El film de Martika Ramirez puede parecer algo típico en el sentido de utilizar el formato para una reivindicación genérica que se resume en aquello tan manido (y un poco cursi) de “el amor por el cine”. Sin embargo, ya resulta sorprendente que lo reivindicado sea algo tan denostado como las películas de acción ochenteras, y más cuando hablamos de explotación oriental del género. Aquí se nos demuestra que a pesar de los tropos habituales, de lo modesto bordeando lo precario, ese tipo de cine desprendía aroma ‹amateur›, sí, pero también la capacidad de jugar con códigos humorísticos y cotidianos que decían más de lo aparente sobre la época y la sociedad que reflejaban.
Pobreza, machismo, valores como el honor y un cierto gusto por la venganza como forma de justicia ante una sociedad corrupta y de dominio del más fuerte. Y, lo mas importante, un paralelismo entre esa época y la actual que demuestra que, en realidad, nada ha cambiado mucho. Sin embargo, lejos de operar a través de algo parecido al parafascismo (como en las películas de Charles Bronson), aquí la satisfacción viene dada por la solidaridad, por la ayuda y los cuidados entre los oprimidos, los necesitados. ¿Violencia? La hay, pero siempre estilizada, casi paródica y, en todo caso, subsidiaria del mensaje principal. Un subtexto que viene además tamizado por el filtro de su protagonista, Leonor, que ofrece una perspectiva de respeto por la vejez, por su sabiduría y por una cierta visión utópica que no tiene nada que ver con una nostalgia romantizada.
Más allá de todo esto, Leonor Will Never Die (como su propio título indica) es una reivindicación de la memoria. No solo de un género o del cine en general y sus juegos formales. No, este es un film que opera a través de la idea de lo fantasmagórico en lo cinematográfico, de mostrar que cada vez que una ve una película revivimos a personajes sin importar su destino ceñido al metraje. Cada visionado es una vida extra y no solo eso, sino que la directora se erige como una especie de dios capaz de alterar y modificar dicha narrativa vital para satisfacción del receptor. De esta manera, y más cuando se prescinde de la solemnidad, para centrarse en la ternura, el cariño y el humor, las películas dejan de ser mausoleos a reverenciar para pasar a ser eventos, fiestas a celebrar. Una fiesta del fotograma donde Leonor y su mundo siempre permanecen vivos.