El viernes se estrenó su ópera prima en largo, una Mapa que ha sido nominada a los Goya en su categoría y cuyo germen residía en un cortometraje realizado sólo unos años atrás, una de esas pequeñas joyas del formato que continúan demostrando que tras el género documental todavía hay muchos páramos por explorar y hallazgos para dar forma a un modo de expresión cinematográfica que no tiene porque limitarse simplemente a reproducir códigos ya conocidos que, si cineastas como Marker, Benning o Mekas habían desmantelado anteriormente, Siminiani parece querer seguir moldeando a su antojo.
Sin embargo, este periodo de introspección por parte del director ha conllevado toda una serie de experiencias en el terreno del cortometraje que, aunque obtendría su (presunta) cima con una nominación a los Goya por su pieza El premio, que fue escogido por la Academia la pasada edición, quizá encontraría su verdadera vocación en esta Límites: 1ª persona, que no únicamente habría que tildar como semilla de su Mapa, sino también de un estilo que el propio realizador parece haber forjado a raíz de una obra que sienta las bases de un cine con ganas de explorar nuevas vertientes y escarbar en el subconsciente propio para arrojar luz sobre unas sensaciones trazas en un marco de lo más particular.
Ese marco, que consta de dos partes formadas por un díptico donde Zoom dota de voz al autor, del mismo modo que confiere las primeras pistas y hallazgos al espectador sobre lo que parece ser un inquebrantable lazo, y Límites: 1ª persona continúa con esa búsqueda formal presentada en la primera parte, recogiendo conclusiones sobre lo efímero de una relación que, más que consolidada, se mostraba atrapada en un encuadre que dejaba libertad total al autor mientras, quizá, ahogaba en la lejanía los últimos ecos de una separación anticipada, se muestra de lo más idóneo.
En ese sentido, también destaca la habilidad de Siminiani haciendo de la imagen una parte partícipe de esa relación, buscando el gesto, la mirada o, generalizando, la complicidad, para escudriñar los pasos de un vínculo en el que la cámara vuelve a ejercer como elemento distanciador al mismo tiempo que, con curiosidad, nos acerca a lo que posiblemente el cineasta perdiera en el camino. Es así, y con toda probabilidad, esa herramienta un elemento captor de todo aquello que el propio Siminiani desea reflejar ante la pérdida, buscando respuesta en algo tan fugaz como, porque no decirlo, cautivador.
Su voz (bueno, la de su habitual narrador, Luis Callejo, se entiende) se alza con propiedad para describir un nexo, una unión que parece fluir a través de la cámara pero que quizá en esa distanciada relación encuentra sus últimos coletazos en esas estampas que el vasco sabe manipular a su antojo. De hecho, su jugueteo con el género, sus ganas de interceder en la propia naturaleza del relato, darle vueltas y conferirle un nuevo sentido, resultan un soplo de aire fresco que es de agradecer, y que posee una espontaneidad por la que el espectador fácilmente se dejará embriagar.
Larga vida a la nueva carne.