Lenny Abrahamson llega a la cartelera de nuestro país de nuevo tras Garaje, su gran triunfo y seguramente la cinta que le diera a conocer internacionalmente —ganadora de más de una docena de premios en 2007, incluyendo un pequeño galardón en el mismísimo festival de Cannes—, y lo hace con una comedia protagonizada por un irreconocible Michael Fassbender (principalmente, por portar una cabeza gigante de cartón sobre sus hombros) en algo que podría parecer nuevo en la filmografía del irlandés dado que sus últimos trabajos se han aferrado más a un terreno dramático (tras Garaje, llegaría What Richard Did), pero que sin embargo ya tenía cierto referente en el que fuera su debut, una Adam & Paul que dirigiera en 2004 y a la que tampoco le faltaron premios en su día, incluyendo el FIPRESCI en Sofia y, no menos importante, alguna nominación para Mark O’Halloran, guionista único de sus dos primeros largometrajes e incluso uno de los dos protagonistas de su debut, en una faceta como actor que a posteriori no ha llegado a desarrollar aunque sí haya tomado pequeños roles en El irlandés y Calvary, los dos trabajos hasta ahora de John Michael McDonagh.
Destacar la labor de Mark O’Halloran es importante tanto por la impecable tarea en la escritura como por, quizá, los caminos que el cine de Abrahamson ha ido tomando con el paso del tiempo y la confirmación de una identidad que resulta clave para comprender y conectar con una obra que, pese a lo que pueda parecer por premisas como la de por ejemplo Frank, no busca una empatía o un buen rollo tan patente. Ese aspecto encuentra refuerzo en un tono que no se plantea dibujar extremos en su paleta y que es capaz de subvertir la negrura para transformar una situación aparentemente cruda en algo mucho más distendido, algo que se refleja a la perfección en Adam & Paul y que toma forma a través de la historia de dos yonquis; una historia donde Abrahamson no intenta realizar un ejercicio estilístico (como pudiera suceder en Trainspotting o Requiem por un sueño) para dar otra tonalidad a ese universo, ni (re)construir una realidad cuyo espejo no deja de ser el periplo de esos dos personajes: no hay persecución alguna de un conflicto, por tanto, y el principal aliciente son las corredurías de dos tipos en su intento por conseguir algo de dinero y, por ende, un poco de droga.
Un parque en mitad de la nada y un colchón cochambroso sería el perfecto paraíso para Adam y Paul… si no fuese porque tienen el mono, y porque Adam está pegado a susodicho colchón, claro. En ese particular —tanto como lo será su posterior odisea y las relaciones entabladas con quienes les rodean, ya sean seres cercanos o completos desconocidos— paraje arranca la aventura de ambos, que lejos de llevarnos a un territorio, como podría ser lógico por la situación que viven, de tintes más bien oscuros, indaga más bien en el patetismo que muestran sus personajes y hacen de esa peculiaridad una de sus principales armas. De este modo, no es tan importante el territorio por donde transitan ambos, sino la perspectiva de un cineasta dispuesto a hacer transparentes sus miserias sin que estas resulten necesariamente agrias para el espectador, tomando eso sí todo tipo de vías, hecho que constata que el cineasta no busca eludir ciertos episodios por mucho que estos puedan dotar a sus protagonistas de una cierta connotación negativa ya implícita en su rol como parias.
Ello también constata que Abrahamson no busca juzgarlos, y a lo que aspira más bien es a narrar su peregrinaje siendo el espectador quien decide si quiere ser o no partícipe. Este aspecto no hace sino reforzar la virtud del cine del autor de Garaje, que teniendo a un tándem realmente inspirado en pantalla compuesto por el ya mentado Mark O’Halloran y el (lamentablemente) fallecido y habitual secundario Tom Murphy —quienes además ganarían el premio a Mejor actor en Gijón—, es capaz de indagar más allá de lo que los propios protagonistas proponen en sus interpretaciones, y logra incluso reflejar una extraña sensación de vacío. Esa sensación, sin embargo, no está tan anexionada como pudiera parecer al film y a sus personajes, lo está a como logra escarbar en un vacío emocional que el espectador termina palpando en una de esas conclusiones que le dejan a uno pensando en si Adam & Paul no es verdaderamente más de lo que en la superficie aparenta, y es que por mucho que el último gesto obligue a rescatar unos paquetes de droga del lugar más inhóspito, uno no deja de sentirse presa de cierto grito agónico que supone una comedia que retoza con patetismo en el drama para sentirse tan única como lejana al género que (a priori) representa.
Larga vida a la nueva carne.