Ver un film dirigido por un cineasta que no es del agrado de uno puede resultar un verdadero handicap, en especial si tras la figura de ese director se esconde nada más y nada menos que Roger Michell. En este caso, sin embargo, no lo es tanto por aquello de dejar los prejuicios a un lado (no resulta tan difícil aparcar durante un par de horas esa serie de suspicacias formadas entorno a la figura de un autor), más bien porque nos encontremos con el responsable de títulos como Venus o El intruso (Enduring Love), ambas propuestas con, a priori, bastante jugo, y finalmente obras fallidas que no terminaban de explotar temas de lo más interesantes (especialmente flagrante es el caso del film protagonizado por Peter O’Toole: una de esas grandes ocasiones que se le presentan a un cineasta para hacer algo grande).
De este modo, y aunque Le Week-End parecía atesorar suficientes virtudes como para poder creer que tras ella se escondía una de esas pequeñas gemas en forma de sorpresa que cada temporada nos deja el ámbito cinematográfico, e incluso conociendo que Jim Broadbent había sido galardonado en San Sebastián, sobreponiendo su talento a interpretaciones como la de Antonio de la Torre en Caníbal, resultaba un tanto complicado afrontar con cierto optimismo un visionado ante el cual uno ya no sabía bien a que atenerse.
Con su nuevo trabajo, Michell sabe hacer a un lado el influjo de anteriores películas y componer uno de esos retratos que, además de las reticencias particulares de cada cual, se enfrentaba a otro gran reto: lograr que una cinta de esas características no llevase al espectador a terrenos parejos, especialmente teniendo en cuenta que hace no demasiado Richard Linklater retomaba una saga que bien podría contener similitudes con esta Le Week-End, donde una ciudad servía como elemento central para incidir en temas como el reencuentro, lo efímero y la pasión entorno a ese complejo asunto llamado amor.
Tomando París como epicentro de esa supuesta vuelta al entusiasmo perdido por una pareja de cierta edad que irá a celebrar un aniversario de bodas, y si bien es cierto que resulta de lo más curioso ese parecido entre Lindsay Duncan y la protagonista de Antes del amanecer, el cineasta británico sabe bien como jugar del mejor modo sus bazas, poniendo gran parte de sus esperanzas en una pareja que parece encontrarse en estado de gracia: ella, la ya mentada Lindsay Duncan, sabe deshacer con encanto su papel como si de un azucarillo diluido en el café se tratase, siendo la espontaneidad un particular atractivo y esos toques más amargos/negros con que sorprende de vez en cuando los recursos principales de un personaje, el de Meg, que simplemente enamora; mientras él, tras la piel de un fantástico Jim Broadbent, recoge con cierta fidelidad el testigo de un personaje ciertamente más iluso, quizá atrapado en sus perpetuos defectos e inconsciente de que ello bien podría ser una de las causas de la situación actual.
Con esa pareja de intérpretes prácticamente explotando al máximo las virtudes de un conjunto al que Michell sabe aportar los tintes de ligereza adecuados cuando es necesario, y alejarse de un tono más severo que no encajaría en una historia como la de Meg y Nick, Le Week-End compone uno de esos mosaicos que saben ser divertidos y desacomplejados al mismo tiempo que —en cierto modo— profundos e incluso lo suficientemente sentidos como para que el espectador encuentre algo más en esa relación que aquello que le es ajeno y posiblemente ni siquiera haya vivido.
La incorporación de caracteres como el desgranado por Jeff Goldblum aportan quizá un punto de desequilibrio aunque en alguna ocasión funcione en cierto modo e involuntariamente como elemento conciliador para terminar diluyendo los momentos más tensos de un relato que gana gracias a la presencia del magnífico actor de Pittsburgh.
En definitiva, se podría concluir afirmando que Le Week-End es exactamente lo que prometía: una de esas sorpresas que encandilan al espectador con la presencia de dos gigantes interpretativos y que le sumergen en un retrato que hace algo más que acudir a momentos placenteros y distendidos para seducir a un espectador que se verá encandilado por los encantos de una pareja y una ciudad como pocas veces la habíamos visto en los últimos tiempos.
Larga vida a la nueva carne.