La narración de la pérdida de un ser querido en boca de un niño al calor de una hoguera se conforma como un gesto significativo desde el que permitir a Cyrielle Raingou no sólo abrir con destreza su ópera prima, sino también acceder a una memoria que vuelve vez tras otra a los habitantes de Kolofata, un municipio situado al norte de Camerún marcado precisamente por el presagio de muerte que parece atenazar a esa comunidad. Es, pues, en lo cotidiano de cada pequeña escena, de cada nuevo retal de una conversación que indaga sobre el pasado, donde la cineasta advierte la interiorización de esa muerte presente en una memoria concretada casi como si de algo común se tratase; un testimonio, por tanto, recogido además de en lo familiar, también en la trayectoria de sus pequeños protagonistas, que afrontan con una normalidad aterradora esa ausencia dejada por un padre o una madre tras alguno de los fatídicos atentados perpetrados por el llamado grupo terrorista Boko Haram, de cuyo yugo sólo parece poder librarles la presencia de un ejército que comparece en las calles como si no fuese más que otro elemento integrado entre las viviendas de Kolofata.
De ese modo, y entre canciones que invocan la leyenda de un espectro capaz de hacer huir a cualquier habitante del lugar y la huella de una fauna indeleble, el conflicto se persona en todos los ámbitos inducido por un día a día en el que no faltan vehículos y equipamiento militares o armas dispuestas a proteger la aldea al mismo tiempo que la estigmatizan mediante esa omnipresencia. Un hecho que se manifiesta en cada situación cotidiana, donde los niños incluso llegan a representar ese particular universo casi naturalizado como una parte más de su entorno reproduciendo precisamente esos vehículos y armamento a través de pequeñas figuras de barro; algo que parece contrariar al maestro de la escuela, que les induce a imaginar otras formas como las presentes en sus hogares ante aquello que se ha impuesto en su realidad. Una situación que, por otro lado, Raingou retrata en distintos contextos dentro de esa cotidianidad que fragmenta el film, huyendo de toda progresión dramática; al fin y al cabo, la filtración de esa circunstancia vivida se cierne sobre cualquier marco, por pequeño que sea, casi sin disponerlo, como si no existiese otra fuga posible, otro lugar al que acceder desde el que hacer frente a una nueva jornada.
Es así como Le spectre de Boko Haram deviene en la consecución de un estado, integrando la realidad en una suerte de ficción que se (re)construye mediante pequeñas estampas donde del mismo modo confluyen planos generales que otorgan una perspectiva distintiva. Es así como la cineasta camerunesa da forma a una propuesta que fluye alejándose de algunas de las construcciones habituales del documental, pero sin renunciar a su esencia, plasmando a través de su orografía testimonios que se incorporan al retrato de cada jornada en esa pequeña aldea. Algo que trenza con una facilidad inusitada, pero complementa además con narrativas que se contraponen a la realidad. Esto es sugerido mediante la narración de una madre cuyo propio relato es negado por las imágenes; un hecho que se extiende cuando Raingou confronta las creencias locales con el inevitable influjo externo: así, el diagnóstico de una enfermedad es distorsionado hasta el punto de querer recurrir a chamanes para poder revertir la brujería.
Ello se podría comprender como un modo de hacer frente a una situación donde la violencia parece haberse normalizado hasta el punto de integrar anécdotas sobre la muerte en una cotidianidad marcada por tal coyuntura. La vida, en ese sentido, sigue su curso —algo que refuerza Raingou evitando la incidencia de cualquier elemento sonoro que no forme parte constituyente de esa realidad—, y aunque palabras como llanto sean recurrentes y en cualquier pequeño segmento de la narración comparezcan recuerdos tan funestos como imborrables, lo cruento de esa circunstancia siempre se dirime desde una naturalidad dolorosa; Le spectre de Boko Haram no otorga una presencia explícita a esos acontecimientos más allá de la del propio ejército, describiendo así un periplo del que trasciende, ante todo, un extraño sentimiento de generosidad donde compartir cada momento parece la forma apropiada para sobreponerse a una realidad de la que ya no hay escapatoria, ni en lo físico ni en lo emocional.
Larga vida a la nueva carne.