Dos años después de La sapienza, Eugène Green vuelve en 2016 a estrenar siguiendo el buen ritmo de grandes películas a las que nos acostumbra. Director de una escueta filmografía pese a contar ya con 69 años —empezó tarde en el cine— no deja de sorprendernos en cada visionado, su particular visión del mundo del cine aderezada con sus gustos en el arte barroco y sus influencias más que evidentes en cineastas como Ozu, Straub-Huillet, Dreyer o Bresson hacen que cada película que saque a tan avanzada edad sea casi un logro en sí mismo y que los amantes de su cine degustemos como si fuera la última.
En esta nueva película se vale de un adolescente llamado Vincent que vive con su madre Marie, la cual no le ha dicho nunca quién es su padre o si lo tiene. Vincent vive obsesionado por la búsqueda de sus raíces como también lo está por el cuadro de Caravaggio El sacrificio de Isaac que tiene colgado en su habitación y que es de los pocos cuadros en el que aparece la cara de Isaac resistiéndose a su muerte, frente al cuchillo de su padre. Espiritualidad y referencias religiosas mediante, Green filma una obsesión de un hijo con su progenitor, esa busca que nos llevará al personaje interpretado por Mathieu Amalric (Oscar Pormenor), su verdadero padre que lo abandonó, un hombre mezquino que tiene su despacho en la suite de un hotel y que es un machista empedernido.
Green vuelve a demostrar que filmando desde la frontalidad es donde mejor partido le saca a los personajes y a las situaciones, mediante palabras que salen de boca de los personajes con una dicción perfecta y que nos recuerda a los cineastas arriba mentados. Pero no es una frontalidad entendida como plano contraplano simple, es un juego de miradas y palabras que lleva un timing especial, que poco a poco nos acerca a los rostros de los personajes, como si cada vez que volviéramos a ellos penetráramos un ápice más en la esencia de sus ideas sin artificios de por medio. Asimismo, baña en casi su totalidad todo el film con el color azul, un azul ultramar muy usado en el Trecento para representar conceptos de elevada jerarquía espiritual. Ya sea en la ropa de Vicent, los ojos de Marie, la pared de la habitación, las luces de un bar… casi en cualquier momento el cuadro se ilumina con este color celestial, añadiéndole si cabe una pincelada de misticismo.
Justo en el momento en que Vincent, apelando al lienzo de Caravaggio, le da una vuelta de tuerca al film y a la idea principal del pasaje bíblico, aparece el personaje de Joseph encarnado por Fabrizio Rongione, protagonista también de su anterior film. A partir de este momento Vincent comenzará a entender lo que es una figura paterna, en este caso que no es de su sangre. La pareja Vincent-Joseph nos regala, a mi juicio, la parte más interesante de la película, en la que Green muestra mayor facilidad para expresar sus ideas acerca de la religiosidad o espiritualidad que siempre ha manifestado, en la que hay un Dios que nos susurra lo que está bien o está mal y que nuestras acciones no son aleatorias. Por si fuera poco nos ofrece un momento de una fuerza descomunal cuando en una visita al Louvre filma San José carpintero de Georges de la Tour en otra muestra doble de adoración, la de Eugène Green hacia el arte barroco y en especial por el maravilloso lienzo y la del hijo al padre, que también se traslada de forma inmediata con Vincent y Joseph, y que este último le dice: «Por su hijo, José se convirtió en padre». Son estos detalles los que hacen especial una película como Le fils de Joseph.