El espejo ya se mostraba como algo más que un mero objeto funcional en La mami, segundo largometraje documental en solitario de Laura Herrero Garvín, que exponía a través del mismo ritos, conversaciones e incluso gestos que quedaban registrados como si de una marca identitaria se tratase, como si desde la refracción del cristal obtuviéramos algo más que una simple imagen a partir de la que reconocer a los personajes que iban y venían en esos aseos convertidos en vestidores para la ocasión; una forma, en definitiva, de encauzar un diálogo a partir de lo que recibe el espectador y, cómo no, lo que manifestaban casi sin querer sus protagonistas.
Basta con dirigir la mirada hacia los primeros trabajos (en esta ocasión, en el terreno del cortometraje) de la toledana, para comprender que, desde piezas como Instant précis y Acuario, ya encontraba en determinados elementos una herramienta para explorar las posibilidades (y vicisitudes) de la imagen. (Otro) espejo, una lente (al inicio del primero) o una ventana, servían a la cineasta como fundamento para dialogar acerca de aquello sobre lo que construimos no solamente nuestras memorias y recuerdos, sino también una representación (ya sea real o ficticia) desde la que poder dotar de un significado específico a cada una de las estampas que percibimos.
Es, de hecho, la percepción de esas imágenes, aquello que construye un relato en Instant précis en el que dirimir lo que hemos sido o somos a través de simples fotografías de un pasado (o presente) al que recurrir para definirnos, o de fotogramas que expresan en ocasiones tanto o más que aquello que presuntamente debería precisar nuestra naturaleza. Una (como tantas otras) forma de extrapolar una esencia que en ocasiones se revela con mucha mayor intensidad mediante esos reflejos que (involuntariamente) nos comprenden.
Una manifestación que en Acuario toma forma desde los distintos balcones que Herrero Garvín visita con su cámara, interpelando a los habitantes que asoman por las ventanas de Burdeos; rincones descritos en este segundo cortometraje de la cineasta como pequeños remansos desde los que sus dueños puedan observar en tranquilidad el exterior, pero que al mismo tiempo no dejan de ser sino un reflejo de la propia identidad de quienes asoman por ella. Una particular dualidad que, si bien no se encuentra reforzada por el texto, la autora de La mami sí acomete a partir de una mirada consecuentemente externa que complementa esas conversaciones y las expande en una última escena repleta de significado, cuyo planteamiento no resulta ni mucho menos meramente casual, y traza un itinerario desde el que divisar nuevos lindes en este cine que ha demostrado a través de un último largometraje no únicamente perspectiva, también una cierta humanidad sin la que sería imposible continuar dotando de la corporeidad y sentido necesarios a ese universo en el que Laura Herrero Garvín ya ha empezado a sonar como un nombre propio, no tanto por esa valiosa mirada femenina como por un talento cuyo enfoque logra algo más que aportar variantes al género en que se mueve: también certezas.
Larga vida a la nueva carne.