La primera y única película del compositor Jóhann Jóhannsson, que se estrena de manera póstuma, es un viaje hacia un futuro muy lejano en el que no hay vida en el planeta Tierra. Solo una suerte de construcciones gigantes que aparecen como tótems o estructuras ancestrales. En este futuro, una voz (la de la actriz Tilda Swinton) nos guía a través de los eones para retrotraernos al pasado ideado para que parezca también nuestro futuro. El tiempo no se amolda al nuestro ni tampoco se compara con él, y por ello es por lo que definimos Last and First Men como una película de ciencia ficción.
Johánnsson compuso la banda sonora de La llegada (Arrival, Denis Villeneuve, 2016) y de Ashes and Snow (Gregory Colbert, 2005), dos películas completamente diferentes, pero de las que el director extrae muchos elementos para crear su obra. La inclinación por el monumentalismo de determinados paisajes o estructuras que se encuentra en la cinta de Colbert es casi idéntica a la de Last and First Men mientras que la estructura narrativa que juega con el tiempo cronológico y la memoria en La llegada supone otro punto en común. Pero, como les sucedía a Villeneuve y a Colbert, la pretensión de mostrar, hablar y concebir mucho más de lo que en realidad se había conseguido supone la conversión de su película en algo a medio camino entre el preciosismo vacío y el truco formal. Last and First Men es una película de apariencias, que reduce lo que otras ya han explorado y lo recicla para un público que quiere deleitarse con lo supuestamente rompedor sin reflexionar después. La planificación de Jóhannsson incita a hablar de cine experimental o de vanguardia por su “carencia” de trama, su “abismal” puesta en escena y su “valor” de obviar cualquier tipo de personaje, limitándose a filmar estructuras en blanco y negro. Pero lo cierto es que no consigue formular pregunta alguna sobre la forma como sí hicieron Michael Snow o Peter Hutton o a confiar en su imagen lo suficiente como para dejarla respirar un instante (la música y la voz están ahí para evitarlo). Jóhannsson recolecta lo que Lav Diaz, Apichatpong Weerasethakul o Béla Tarr han conseguido y lo adapta para adolescentes intelectuales hambrientos de “obras de arte”. Como ya hizo Robert Eggers con El faro o David Lowery en A Ghost Story, Jóhannsson vuelve a prostituir los descubrimientos del ‹slow cinema› y a convertir la imagen en un aluvión de fotografías bonitas, el tiempo en una progresión destructiva por demasiado intensa y el montaje en presentación de planos alternos y, ¿por qué no? muy similares.
Por otra parte, el apocalipsis tecnológico-matemático que presenta el film tiene cierto interés desde el punto de vista evolutivo y actual. La reivindicación por parte de la película de la palabra hablada, de la comunicación, al fin y al cabo, puede verse como una especie de simbología que concuerda con las imágenes de los monumentos. La voz de Swinton, aunque demasiado atropellada, pide auxilio porque la extinción es inevitable, pero al mismo tiempo está dejando tras de sí un legado que quedará grabado. Es aquí donde Jóhannsson se acerca a 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) y no en su imaginario obviamente inspirado en ella. Es en el sonido de la palabra que baila con la música (el territorio de Jóhannsson), donde realmente puede verse una aspiración interesante que lo alejaría un poco del museo de arte moderno. Es una pena que Last and First Men parezca tener tanto que ofrecer, pero tan solo sobrevuele el estructuralismo y niegue la pulsión en detrimento de la confección de imágenes “monumentales”.