La evasión como forma de negación de la realidad
«Morir: dormir, nada más. Y si durmiendo terminaran todas las angustias y las mil embestidas naturales que hemos heredado de la carne, sería una conclusión devotamente apetecible. Morir: dormir, dormir, y tal vez soñar. Sí, he aquí el obstáculo». Este fragmento de Hamlet, que interpreta el protagonista de Las vidas de Sing Sing, condensa a la perfección la concepción del arte que tiene el director, Greg Kwedar. Para él, una obra teatral no tiene que exponer los mecanismos injustos del sistema, sino ofrecerle a las víctimas de dicho sistema la posibilidad de evadirse de sus penurias durante un espacio de tiempo perfectamente definido. Una obra de teatro, por tanto, no debe cuestionar el orden de la sociedad, porque es imposible derruirlo, porque las cosas son como son y no se puede hacer nada para cambiarlas, porque la clase obrera nace para ser explotada, la burguesía lo hace para explotar y los criminales para entrar indefinidamente en la cárcel. Esta es la visión del mundo que tiene el realizador y es, además, la base sobre la que levanta cada una de las imágenes de su reaccionaria película.
El personaje interpretado por Clarence Maclin se niega en determinado momento a participar en un drama que su compañero ha escrito con la idea de capturar y proyectar hacia la platea del teatro todo el dolor que siente un hombre aplastado por el sistema judicial. La vida ya es lo suficientemente angustiante, argumenta, no hace falta que las obras de arte también lo sean; es mejor que construyan utopías y desplacen la mirada de los espectadores hacia la fantasía para que no cuestionen el suelo que pisan; es mejor resignarse, aceptar las desigualdades y las injusticias como elementos insoslayables dentro del puzle estático de la vida y abrazar la fabulación como única forma de ser mínimamente feliz. Los protagonistas de la cinta son presos condenados a cumplir cadena perpetua dentro de una cárcel de máxima seguridad. Muchos de ellos son negros de clase trabajadora, unos cuantos están allí por fallos de la judicatura, casi todos porque el sistema es clasista, racista y, sobre todo, “punitivista”. El director los presenta como personas irredimibles que no deben volver a pisar la calle porque, si lo hiciesen, volverían a delinquir. Está bien que estén toda su vida encerrados; la prisión es su sitio: esa es la idea —fascista— que subyace debajo de cada plano. La imagen de un pájaro posado en el alambre que corona uno de los muros exteriores de la cárcel está perfectamente compuesta para sugerir que, pese a que los presos tengan que estar aislados de la sociedad para siempre, tienen derecho a ser un poco felices dentro de sus celdas. Para rematar la jugada, Kwedar dice, por boca de su protagonista, que aquellos que han sido injustamente condenados deben asumir dicha injusticia como un castigo por su cobardía, por su negativa a enfrentarse a un aparato burocrático que juega con los dados trucados. Si estás aquí encerrado es por culpa tuya; esa es su primera tesis.
El problema no es que los personajes se evadan de la realidad a través del arte, sino la naturalización que el director hace de cada uno de los problemas de la sociedad con la intención de negar el arte como forma de conocimiento, indagación y denuncia: ¿para qué quieres conocer los engranajes de tu tiempo si no los vas a poder cambiar?, clama Kwedar. El ultraconservadurismo de esta idea contrasta, además, con el optimismo de libro de autoayuda del otro puntal sobre el que se sostiene la película: la afirmación de que si quieres hacer algo sólo tienes que esforzarte para conseguirlo: da igual tu clase social, tu género o el color de tu piel; da igual que tengas todo un sistema oprimiéndote; da igual que vivas en un sistema machista, racista y clasista: si quieres, puedes, esa es la segunda tesis. En Las vidas de Sing sing, se trenzan, por tanto, dos discursos igual de reaccionarios y desvergonzados dentro de un tapiz de irracionalismo que aboga por la muerte del pensamiento crítico.