Si hay un elemento que caracterice la trayectoria profesional de la cineasta rumana Anca Damian (1962) es la heterodoxia narrativa. Es una directora que no cesa de reinventarse ni de jugar con géneros y estilos. O en sus propias palabras: «Estoy cavando y experimentado en cada etapa. Uno de mis objetivos es no repetir cosas, tratar de ser fresca». Antes de lanzarse a la dirección cinematográfica ya había trabajado como directora de fotografía —siendo la única mujer en su país que lo ha conseguido— en dos films y un documental, hasta que debuta tras las cámaras con el thriller Crossing Dates en 2008.
Su verdadera eclosión mediática aparece tras presentar su primer largometraje animado, Crulic, camino al más allá (2011), en el que firma como directora, guionista y productora. No solo se paseó por más de 150 festivales, sino que le valió el Cristal de Annecy a Mejor Película —recordemos que es el festival de animación más prestigioso del mundo—. En él, a través de una animación heterogénea que mezclaba dibujo a mano, animación con fotografías, ‹stop motion› y animación digital en 3D, contaba la cruda historia de un preso rumano que comenzó una huelga de hambre que terminaría con su vida cuatro meses más tarde. El extraño equilibrio que consiguió en esa mezcolanza de estilos y texturas parece haber espoleado a la cineasta a continuar explorando las posibilidades narrativas y visuales del cine animado.
Centrémonos, pero, en la que se considera (para el que esto escribe así es) su mejor obra hasta la fecha. Las vidas de Marona (2019) se origina a través de una vivencia real de la directora al encontrarse con una perrita abandonada en su país natal, cinco años atrás. Este detalle germinal y su filia por el trabajo del ilustrador Bretch Evens empezaron a dar forma a Marona. Es precisamente en el apartado visual y en el juego de animaciones donde la película se hace fuerte —su estructura narrativa se sustenta en la clásica analepsis, en la que una perrita que ha sufrido un atropello, como en el film de Weerasethakul, “recuerda sus vidas pasadas”—.
Sus principales virtudes, pues, residen en un apartado formal lleno de vida. Las texturas y las combinaciones de técnicas (desde animación tradicional, falso 3D, papel cortado, ‹stop motion›) aportan un grado de organicidad y extravagancia que hará las delicias de los más exquisitos paladares. Además, la rugosidad de la puesta en escena y la visión en primera persona de la perra de un mundo heteróclito acentúan la aspereza del film, la confusión y el dolor que siente la protagonista al no comprender ni las relaciones ni la psique humana.
Las tres personas que terminan cuidando (o descuidando) a Marona se perciben como los tres estados de vida de la perrita. La infancia con Manole el acróbata, llena de energía y descubrimientos; la adolescencia con el ingeniero Itzvan, en la que se siente bloqueada tanto psicológica como físicamente; y finalmente la edad adulta con la joven Solange, en la que a través de la inocencia, la comprensión y la madurez Marona empieza a aceptar las situaciones a las que tiene que enfrentarse y a querer a la gente tal como es. Por supuesto, es una historia sobre la comunicación, la compasión y la empatía, temáticas recurrentes en la obra de la cineasta rumana, que aquí estallan en un espectáculo de color, de vida y de animación orgánica (y siniestra en muchas ocasiones, por qué no).
Mencionar finalmente las hermosas partituras del joven compositor Pablo Pico, que ayudan a transmitir a través de sonidos sacados del folclore gitano esa sensación de indefensión y caos en la que vive constantemente Marona. Cine familiar diferente, que posibilita distintas capas de lectura para el público que se acerque a ella, sea infantil o sumergido en la difícil y a veces poco agradecida edad adulta. Su retrato de las relaciones familiares, su cuestionamiento constante del comportamiento humano y una puesta en escena original y consecuente difícilmente dejaran a nadie indiferente.