El nuevo trabajo de animación de la directora rumana Anca Damian comparte con sus incursiones anteriores en el medio una gran libertad estilística, propia de alguien que parece interesada en experimentar con las posibilidades expresivas de su lenguaje visual. La película toma como punto de partida la sencilla y conmovedora historia vital de una perra que recapitula sus experiencias justo antes de morir, desde sus primeros recuerdos al nacer hasta el evento fatal, pasando a través de varios dueños y madurando también en su personalidad, desde la ingenuidad y el descubrimiento hasta el cada vez menor entusiasmo al reconocer patrones en la forma en que los humanos tratan con ella, desde la fascinación por el cambio al simple aprecio por una rutina tranquila.
Según lo visto en ésta y en sus anteriores incursiones en el medio, puede adivinarse en su directora una intención de abordar la animación no tanto como simple método de representación sino como herramienta para la exploración y constante reinvención de su identidad estética. Y en este caso particular la estilización está inherentemente ligada a la subjetividad, porque Las vidas de Marona está enteramente narrada desde el punto de vista de la perra, y Damian aprovecha esta circunstancia para abstraer los sucesos a la psique de su protagonista, de manera que la forma cobra un sentido desde esa perspectiva. De este modo, por ejemplo, el primer dueño de Marona (que no es más que el último de los cuatro nombres que llega a tener ésta en su vida) es un acróbata que, a sus ojos, no parece regirse por las leyes físicas: su cuerpo cambia de tamaño, sus extremidades se estiran y enrollan, transmitiendo esa sensación de ligereza, de ingravidez y de fluidez. En cambio, su segundo dueño es un forzudo con cara afable que vuelca sin esfuerzo un camión de basura con las manos.
Por tanto, es la interpretación de las cosas lo que marca el discurso visual de este filme, y lo hace con un nivel de imaginación y una capacidad de abstracción representativa que conforman en mi opinión un nuevo techo en la carrera de esta directora. No es exagerado decir que estamos ante una de las obras de animación más imaginativas y vistosas de tiempos recientes, una sucesión fascinante y casi surrealista de formas y colores representando lugares y personas, siempre teniendo en cuenta el ojo de quien los ve y sus asociaciones mentales.
Las vidas de Marona en ese sentido funciona no tanto por su capacidad de insertar una variedad tremenda de diseños dentro del mismo plano, sino porque en cada uno de ellos se pueden trazar fácilmente las sensaciones de la protagonista, permitiendo conocerla mejor y entender sus expectativas, sus miedos y la forma que tiene de entender a quienes observa y que termina siendo muy importante en sus decisiones vitales. Es imposible separar la narrativa de esta película y sus emociones de la representación visual, que no se limita a ser sujeto pasivo del discurso de la cinta sino que, por sí sola, sería capaz de contar la historia. Aunque eso supondría restarle mérito a los demás elementos que en conjunto se mezclan estupendamente y realzan la experiencia. Porque también en la ambientación musical hay grandes aciertos. Así como en el tono de la narración, en las palabras elegidas para cada momento.
De hecho, cierta novedad que agradezco mucho de esta película tiene que ver con la capacidad que tiene de elegir y medir las palabras de su protagonista de manera que realmente sientas que no es humana y que no racionaliza las cosas como tal, pero sin caer en el cliché de los malentendidos o de la ingenuidad excesiva. Siempre a su manera, Marona es capaz de observar a la gente y de entender sus emociones, y toma decisiones acorde con lo que ve y escucha. Al mismo tiempo, tiene un apego casi robótico por los valores de lealtad y compromiso con sus dueños que le enseñaron, lo cual la hace visiblemente distinta de los humanos a ese nivel de condicionamiento psicológico.
Pero en último término, y eso sigue siendo el propósito de todas sus decisiones narrativas y estilísticas, la de Las vidas de Marona es una historia conmovedora y preciosa que no solamente tocará la fibra de todo aquel que ha tenido o ha convivido con perros, sino que cualquiera podrá disfrutar por las emociones de la recapitulación, con esas reflexiones inherentes sobre el paso del tiempo, el entusiasmo que da paso a la experiencia y, pese a su trágico punto de partida, la reafirmación vital por parte de un personaje que en sus últimos instantes recuerda todo, con sus alegrías y sus decepciones, sus altibajos y su crecimiento personal, como un conjunto en el que cada parte fue valiosa y necesaria.