La de los ‹doppelgängers› siempre ha sido una temática apetecible, por exótica y morbosa, pero también peliaguda, puesto que ha servido como puente para tejer teorías conspirativas como la que dicta, tan solo por poner un ejemplo, que Paul McCartney, en su etapa “beatlesca”, falleció repentinamente y acabó siendo sustituido por un doble. Introducir un ‹leitmotiv› como la clonación o la relación entre dos (o más) seres humanos idénticos es algo también recurrente en el cine, como no podría ser de otra manera. Suculento, en este subgénero las hemos visto de todo tipo: desde El sexto día (2000), de Roger Spottiswoode pasando por la perturbadora Nosotros de Jordan Peele, y si queda algo claro es que se trata de un terreno pantanoso, pues hay que acordonar una película en un argumento que requiere de habilidad narrativa y de un desarrollo consistente y, sobre todo, plausible. No obstante, Mani Haghighi aprueba con sobresaliente en Las sombras persas (titulada Tafrigh en su lengua original y Subtraction en inglés). En el caso de la última obra del realizador iraní, se nos muestra la demoledora historia de una joven pareja compuesta por Farzaneh (Taraneh Alidoosti, musa absoluta del director), que trabaja como instructora de autoescuela, y Jalal (Navid Mohammadzadeh), que un buen día es interceptado y pillado ‹in fraganti› entrando en el apartamento de una desconocida. Así es como arranca la trama de un film asfixiante con un ritmo que, pese ir a trompicones y estancarse en algún momento concreto y contado, consigue prolongar hasta la extenuación la tensión irrespirable. El espectador no dejará de tener la sensación de que algo muy gordo y grave va a pasar. Y, evidentemente, como no podía ser de otra manera, pasa.
Haghighi nos ofrece aquí una historia apoyándose de una trama repetida miles de veces y aun así, filmada con autoría propia, mediante la sofisticación de los primeros planos y contraplanos y una luz hermosa y espeluznante a la vez. Durante las escenas de día, los exteriores sirven como una trampa porque, aunque la luminosidad aclara el ambiente, los figurantes deambulan en el caos de la película como fantasmas anónimos: casi no hay secundarios (más allá del padre de Jalal) y la muchedumbre habita los diferentes escenarios, como el hospital o el campo de fútbol, pero lo hace de una manera onírica, casi sin mostrar los rostros, como almas en pena, dotando la película de un aislamiento a los personajes que no hace más que intensificar la angustia y abandonar a su suerte a los protagonistas. Por la noche, o en las secuencias interiores, la fotografía de Morteza Najafi nos traslada a lo más oscuro de la condición humana, recurriendo a una iluminación extraordinaria donde predominan los claroscuros, los planos medio y los contrastes. A todo esto ayuda la música de Ramin Kousha o el montaje, intencionalmente brusco y muy efectivo. También hay recursos diegéticos interesantes, como lo puede ser esa luz misteriosa y traslúcida que envuelve el relato y lo empuja a la ciencia ficción más ignota, igual que hace el diluvio permanente: nada parece detener ni interrumpir la lluvia maldita que empapa sin tregua toda la ciudad: «No hay nubes en el cielo, pero hay tormenta», dice alguien, como poniendo en evidencia las lógicas terrestres y avanzando la tragedia.
Y, cómo no, se masca esa atmósfera fatal, digna de algunos de sus coetáneos continentales, como lo pueden ser Ali Abbasi o Youssef Chebbi, que este año ha sorprendido a golpe de pirotecnia ‹noir› con Ashkal. En este caso, Las sombras persas abraza el thriller psicológico de entrada, ya que se inicia con una secuencia violenta, una especie de persecución fuera de foco que advierte al espectador que este no va a ser un camino nítido y, por lo tanto, apacible. Más tarde, cuando la primera pareja se encuentra con su equivalente en la misma ciudad, se desata primero el horror y luego la gestión racional que comporta el saber que hay alguien igual que tú deambulando a pocos metros de donde estás tú. Todo se desata, todo se detona. Este es un cine a contrarreloj.
Más allá de la aparición de lo místico (el ‹doppelgänger› o la llovizna fatídica), Las sombras persas explica poco sobre las causas del conflicto porque confía en su hábil capacidad para plasmar sufrimiento emocional y las acciones morales de sus personajes. Lo mejor de la propuesta de Haghighi, argumentativamente hablando, es cómo obvia lo fantástico para decirnos que lo realmente monstruoso no está fuera, sino en nuestro interior. La manca contextual y explicativa de la trama de los dobles no estorba ni envenena el relato, ya que es el comportamiento de los cuatro protagonistas (interpretados intachablemente por una Alidoosti y un Mohammadzadeh en estado de gracia) el que ocupa la principal preocupación de la historia. De manera que sirve como fidedigno retrato de la identidad personal, a la vez que aprovecha para dialogar sobre temas como la maternidad, la alteridad o la violencia. Pese a que el terror sobrenatural corretea constantemente en la película, al final acaba sucumbiendo al verdadero mal, que no es ningún otro que el odio y la perversidad intrínseca del ser humano, en este caso representada por el mismo y sublimado en un desenlace, aunque previsible, no por ello menos brutal. De pronto nos olvidamos de los dobles: esta es una historia de un asesino cruel y despiadado. Tenían razón los latinos que inventaron ese epitafio tan cierto como funesto: el hombre es el lobo del hombre. En este preciso caso, con dos lobos, cuatro problemas.