Las sillas Musicales supone el debut en la dirección de Marie Belhomme, cuya inexperiencia tras las cámaras se hace notar por su tendencia a confiar casi todo el peso de la película en la actuación de las ya curtidas Carmen Maura e Isabelle Carré. Una apuesta que tal vez habría funcionado si el guión sobre el que Belhomme trabaja destacara por la profundidad de sus personajes… siendo luego tratado por una cuidada dirección de actores y la consecuente planificación centrada en los mismos. Sin embargo, estos personajes no destacan por nada en especial, la dirección de actores resulta bastante funcional y la planificación no presta demasiada atención al lucimiento de Maura y Carré. Con lo que la agilidad que suele esperarse de una película que pretende ser un simpático o cuando menos digerible entretenimiento brilla por su ausencia. Y si bien es preferible (al menos hasta cierto punto) la falta de pretensiones a la pedantería, esta vez estamos ante un producto cargado de buena voluntad pero bastante desinflado.
Porque la película no parte de una mala idea. De hecho, la sinceridad y el desenfado transpiran por todo el cuerpo de Las sillas Musicales. Fácilmente puede entreverse que la intención de Marie Belhomme y Michel Leclerc (ambos responsables del guión) no es otra que presentar su particular canto a la sencillez, al crecimiento personal y a los pequeños triunfos. De ahí este interés por la pobre rutina de una graduada en el conservatorio, que acude a fiestas infantiles para ganarse la vida embutida en ridículos disfraces. Se trata de una propuesta, si bien algo manida, simpática y de considerable potencial… siempre que se sepa extraer de ella su doble carácter, en tanto que pieza cómica a la vez que disconforme. Y algo muy parecido sucede con los compañeros de ruta de Perrine (protagonista del relato) y las situaciones en que esta se ve involucrada: la cuidadora de ancianos que grita las verdades a los cuatro vientos (eficazmente interpretada por Carmen Maura) y el trágico suceso que resuelve de forma inesperada la situación económica de Perrine; todo ello parte de una premisa divertida e incluso sugerente.
El problema está en que esta premisa pierde todo su potencial al ser presentada por una narrativa de pulso tambaleante. Pues la dirección de Belhomme parece no acabar de decidirse entre el posicionamiento cómico o el reivindicativo, quedando finalmente atrapada en la neutralidad. Una neutralidad que no deja espacio para el lucimiento de los actores (y de rebote, para la profundidad de los personajes) y convierte su aparente mala leche en un discurso descafeinado. Aun así, cabe insistir: la honestidad de la película sigue teniendo la fuerza necesaria como para destacar por encima de su tendencia a la monotonía. Pero en cualquier caso, los gags acaban resultando demasiado fríos como para producir carcajadas y su posicionamiento disconforme queda eclipsado por unas intenciones cómicas demasiado evidentes. De ahí que, transcurrido el primer acto, la película parezca avanzar sin acabar de llevarnos a ninguna parte.