A punto de cumplir setenta y cinco años, Bertrand Tavernier recuerda toda una vida dedicada al cine. Tras formarse como cualquier niño espectador, después joven crítico, ensayista cinematográfico y ayudante de dirección. Hasta debutar ya como un maduro cineasta pleno, en el año 1972 con su primer largometraje, El relojero de Saint Paul. Tavernier camina por el solar donde estaba la casa de su infancia, la misma en la que sus padres acogieron a Louis Aragon para que no fuera represaliado durante la ocupación. Así comienza este viaje a través del cine francés.
Es una muestra de rigor y generosidad este nuevo documental de uno de los mejores directores en activo del cine francés, sobre todo cuando se separa de las corrientes didácticas dominantes. Ahora asistimos a una época de conferencias impartidas por destacados expertos y empresarios, más propias de los monólogos de humor. O la difusión de conocimientos por video tutoriales de lo que se nos ocurra. Por no mencionar a una tropa de youtubers que someten a millones de seguidores con cualquier capricho personal, bien pagado por sus patrocinadores publicitarios. Frente a estas prácticas más propias de personalidades vanidosas a las que les encanta chupar cámara, se echan de menos clases magistrales bien enfocadas sobre el cine o cualquier otra temática. En este caso es sobre cine lo que tratan Las películas de mi vida, un valioso repaso a la industria francesa del cine, entre las décadas de los años treinta hasta la de los setenta.
El cineasta galo se convierte en un guía que deja claro el proyecto didáctico que quiere acometer, destacando al inicio la filmografía de Jacques Becker, uno de los más grandes autores franceses y universales con París, bajos fondos, No tocar la pasta, Se escapó la suerte, Falbalas o La evasión. Una declaración de intenciones acerca de un director que asimiló el ritmo y otros aciertos del cine norteamericano para contar historias bien trasladadas al entorno de su país. Su recorrido engloba un grupo de películas dramáticas, importantes muestras del género negro en su mayor parte, alguna comedia y otras cintas inclasificables. Todas unidas por tener buenos guiones y sólidos ejercicios de puesta en escena. El grueso de directores son varios que merece la pena revisar o descubrir según el bagaje del espectador o estudiante que se acerque al documental. Nombres como Marcel Carné, Louis Malle, Claude Chabrol, Julien Duvivier o Jacques Rozier con su Adieu Philippine. En concreto destacan las semblanzas en las que analiza más tiempo a Jean Renoir como un gran director humanista pero con algunas zonas de sombra durante la Segunda Guerra Mundial. El aspecto más académico de Jean-Luc Godard en sus obras El desprecio y Pierrot, el loco. La poesía de Agnès Varda en Cleo de 5 a 7, la única directora que aparece. Las citas elogiosas al prácticamente olvidado Jean Gremillon y a Jean Delannoy, despreciado por casi todos los estudiosos de la ‹nouvelle vague›. Es sorprendente ver cómo pasa de puntillas por el movimiento de la nueva ola, solo mencionando la anécdota de Truffaut y su ópera prima, además de Tirad sobre el pianista, la cual destaca por el uso de la música. Acierta también al relacionar actores como Jean Gabin, Lino Ventura, Simone Signoret, Eddie Constantine y Jean-Paul Belmondo como elementos comunes a muchos de los films revisados. La importancia de la música, ya sea creada para la banda sonora, como otras piezas sinfónicas y populares integradas a la misma, con mención a Joseph Kosma.
Concluyendo con esta enumeración de cineastas, los dos encuentros que más han motivado la carrera de Bertrand Tavernier fueron con Jean-Pierre Melville, con el que trabajó como asistente de dirección, un mal asistente en palabras del propio Melville como recuerdan divertidos. De él aprendió su concisión, estilo directo, aprovechamiento de los recursos para muchos rodajes y la buena vida. En el caso la relación y entrevistas que se produjeron con Claude Sautet, le influirían para ofrecer esos retratos colectivos que tan afortunadamente retrataba el autor de Max y los chatarreros, además de la tristeza ambiental que aparece en muchas de sus obras.
Bertrand Tavernier nos regala un trabajo conducido por las limitaciones tanto temporal como de lugar, Francia. Un film menos libre, pero con buen uso de la transversalidad, al modo de las fabulosas incursiones del irlandés Mark Cousins con su serie documental Una historia del cine: una odisea o su acercamiento al cine infantil y juvenil. Algo más de tres horas apasionantes de testimonios del propio Tavernier, fragmentos de archivo con declaraciones de muchos de los intérpretes y técnicos analizados y una introducción fluida de las secuencias que sirven de ejemplo para su tesis acerca de la singularidad del cine francés, aunque queden fuera del film los experimentadores como Resnais o postmodernos como Jacques Demy. Sin entrar en el cine musical, el terror, el fantástico pleno más allá de la ensoñación de Jean Vigo. Con un período que abarca solo la formación del director en el año 1941 hasta la fecha de su primer largometraje. Porque conviene conservar y conocer una cinematografía de mucha calidad artística y narrativa, que dio lugar a una industria tan buena como otras de nacionalidades distintas, en la posguerra. Y que resulta más sólida e interesante que la producción gala actual, a pesar de que ahora comience a recuperar parte de ese brillo.