Una de las principales dificultades que presenta un film de las características temáticas como Las Niñas radica en su tono. Su vocación de ‹coming of age› sumada a un contexto histórico del reciente pasado la sitúa en un alambre emocional donde la caída hacia un sentimentalismo melodramático (en el peor sentido del término) o hacia la tentación de la apología de la nostalgia vía brochazo están siempre presentes. Se requiere pues no solo una planificación minuciosa sino también una buena dosis de inteligencia emocional para llevar al producto a buen puerto.
A tenor del resultado final no nos cabe duda que Pilar Palomero demuestra ambas cosas. Por un lado sabe cómo tender una “trampa” a modo de enganche mediante una reivindicación del jolgorio juvenil por la vía musical. Sin embargo, incluso ahí, y dejando de lado algún tema que funciona como ‹leitmotiv›, la sutileza del recurso permite que ese gancho quede siempre en un segundo plano contextualizador, presente pero no superpuesto al dibujo psicológico de los personajes. Un arranque pues que consigue arrancar alguna carcajada, permite asentarnos en un lugar, en un tiempo y un marco personal que permite desarrollar un arco dramático posterior que se dirige hacia otros derroteros.
No cabe duda que el montaje tiene una amplia importancia en el marco evolutivo. El crecimiento de la protagonista se enmarca en pequeños cambios, en una sensación de inmovilismo espacio-temporal donde todo queda aparentemente congelado excepto ella. Por ello estamos ante un film de ritmo suave, cuya cadencia adquiere por momentos tintes cada vez más oscuros. Penumbra arenosa, planos cerrados y una religiosidad cada vez más aplastante convierten el desarrollo en algo cercano a una densa pesadilla adolescente de secretismo, silencio e incomprensión.
Resulta curioso cómo Las niñas, a pesar de ser de un género completamente diferente, entronca de muchas maneras con Verónica de Paco Plaza. Ya no solo en la anécdota musical, sino en los mundos que refleja. De alguna manera el film de Pilar Palomero es una cara B, otra forma de mostrar el horror del crecimiento, de la angustia de la duda y de hallar respuestas en lugares equivocados.
Más allá de esta comparativa, se debe resaltar la naturalidad de la obra. El captar la esencia de lo que se quiere transmitir y hacer que lo ficcional tome cuerpo en algo creíble y cercano. Dejando de lado la enorme capacidad de la realizadora en lo que respecta a la dirección de actrices, es evidente que la trayectoria de Palomero en el mundo documental se hace patente en la capacidad de crear verosimilitud.
Pero si por algo destaca Las niñas es por su voluntad de dejar poso sin forzarlo innecesariamente. No estamos ante una obra que grite su mensaje, sino más bien que lo conceptualiza (jugando además con cierta abstracción en los símbolos) y que nos invita, desde una posición cercana pero no intrusiva, a que no solo miremos sino que veamos y analicemos los gestos, las miradas e incluso la rebeldía que se puede mostrar alzando la voz, rompiendo el (los) silencio(s) que pueblan el metraje. Un film que adquiere mayor relevancia y poder conforme uno lo recuerda, lo mastica, lo siente. Algo que desde luego es tan complicado como notable.