La odisea emprendida por un padre y un hijo después de fracasar en un sencillo encargo sirve a Kamal Lazraq, su autor, para engarzar un relato que se reconstruye a través del contexto en el que se mueven sus personajes, encontrando en el submundo criminal que les rodea una pieza fundamental donde a cada paso la honorabilidad se antepone más como un modo de cuestionar la hombría y la decencia, dando pie a un ambiente abrasivo y envilecido, que como un valor que se podría escurrir fácilmente entre las manos de cualquier individuo que se desplace entre las calles y páramos de la zona.
Las jaurías se articula desde dichas constantes como un ‹neo-noir› donde la decadencia se palpa en cada esquina, sin que se antoje posibilidad de remisión alguna en un microcosmos que sus dos personajes centrales parecen comprender con suficiencia: es, de hecho, la impasibilidad con la que se mueven, lejos de mostrar temor o inquietud alguna ya no tanto por la situación que viven, sino por el lugar en el que se manejan, la que define cada nuevo pasaje de una crónica que se se decide entre titubeos, los propios de no conocer cómo llegar a un desenlace satisfactorio, aunque siempre con la concisión característica de quién sabe el terreno en el que se encuentra.
Con ello, Lazraq establece los cimientos de una obra en la que es difícil encontrar vestigios de una moral (casi) ausente, pero donde sí se establecen códigos y reglas desde las que sobrevivir ya no tanto en un aspecto material como en una vertiente humana (incluso espiritual) que va salpicando la historia, otorgándole en cierto modo aquello que pudiera antojarse inexistente por la falta de límites de un universo al borde del abismo, en constante riesgo de una autodestrucción desde la que cada individuo que lo puebla pudiera caer a perpetuidad.
La fotografía de Amine Berrada —que el año pasado también se hizo cargo de la misma tarea en Banel & Adama— recoge esa abrasión a través de estampas donde los tonos rojizos y amarillentos, lejos de dotar de cierto valor estético a la imagen, confieren una crudeza que refleja con creces la rigidez de ese mundo; un hecho que el cineasta marroquí apuntala asimismo con un interesante empleo del sonido —del que destaca su tratamiento y cómo realza esos silencios— y una ausencia casi total de banda sonora —que sólo aparecerá en momentos muy contados—.
El viaje que reproduce Las jaurías, las veces un tanto revuelto entre idas y venidas que su libreto nunca pule, más bien deja a conveniencia del áspero ambiente que se respira, termina por obtener un cauce mucho más simbólico de lo que se podría imaginar en un inicio: de hecho, las elipsis, que prácticamente eluden la violencia que mana del contexto, resolviendo de forma exigua secuencias que bien podrían marcar la naturaleza del entorno —algo que Lazraq ya consigue de modo mucho más efectivo poniendo su foco en otros recursos—, afianzan un tono pero, ante todo, una representación que es la que confiere personalidad al film.
Con ello, nos encontramos ante una pieza infrecuente, que si bien sobrevuela las constantes del ‹noir›, llegando a formular un retrato de lo más conciso, a ratos ciertamente inmersivo, pone sus miras en territorios colindantes que aportan riqueza al relato; un hecho que las veces se percibe con extrañeza, por apartarse de las posibilidades que hubiesen delineado un ejercicio más genérico y accesible, pero en especial contribuye a crear un microcosmos distintivo cuyo contraste halla reflejo en las dos últimas secuencias de Las jaurías, mediante un cierre impecable (e implacable) que no podría expresar mejor su condición.
Larga vida a la nueva carne.