¿Y dónde quedó la literatura?
Y Honoré de Balzac volvió a la gran pantalla, en esta ocasión de la mano del director Xavier Giannoli, que adapta la novela homónima Las Ilusiones Perdidas.
Para ponernos en contexto, Lucien es un joven francés que anhela mejorar sus dotes como poeta, y en compañía de su mecenas abandona su ciudad natal y se traslada a la capital en pos de dar su sueño por cumplido. Lo que podría haber sido un musical como Moulin Rouge o una sonata nostálgica a lo Medianoche en París se transforma en una esperpéntica crónica de la mundanidad, mucho más en la esfera de films como El Lobo de Wall Street o La Gran Estafa Americana.
El autor escribía para una época donde el tiempo transcurría mucho más despacio, por lo que el cómo se puede vehicular su imaginario en nuestros días es un buen aliciente para abordar la película, cuyo primer aspecto positivo a subrayar es que da muchas ganas de regresar al clásico.
Giannoli adapta el texto en plena era de la información, y es en esa coyuntura donde Las Ilusiones Perdidas encuentra su sentido. Lo que empieza como una crónica de sucesos entre la sensibilidad novelesca de Manoel de Oliveira y los mecanismos argumentales de Barry Lyndon deviene una ducha de pura mundanidad, con el cine nuevamente ejerciendo su función de ser un arte de la mentira que cuenta la verdad.
Si al principio se desenvuelve como un retrato de las apariencias que malogra el amor verdadero, Las Ilusiones Perdidas termina volcándose de lleno en el dibujo de personajes abducidos por la frivolidad y la superficialidad.
Una de las temáticas que se desgajan del film es la incompatibilización de la belleza con la clase acomodada, que resuena de manera más evidente en los primeros compases. «Cualquier pequeño detalle disonante condena al recién llegado», expele la voz del narrador en un punto del film, aludiendo a la relamida aristocracia parisina. Si por esa misma regla de tres pasamos la lupa por encima de la película, por momentos se echa en falta algo de rigor en los detalles, en los gestos y en los silencios, y en consecuencia el desarrollo puede antojarse plano y previsible.
A pesar de ello, esta adaptación está muy convencida del valor de las reflexiones que vehicula. Es terminante y desmitificadora, y se presta a meditar acerca del deslucimiento de la pasión, la malnutrición de la palabra y la trivialización de los mensajes.
Compensa mucho la inteligente distribución del decorado, entre el efecto generado por ordenador y la escenografía física. También el manejo del enfoque y el desenfoque para el uso de objetos en primer término es otra de las pequeñas claves técnicas que harán de la película un estreno a destacar.
En este torbellino neobarroco brilla la inexcusable figura de Xavier Dolan, un caballero oscuro de las críticas periodísticas. Sin duda, su presencia es el equivalente al personaje de Matthew McConaughey en la cinta de Scorsese, una primera lección para el protagonista de que no es oro todo lo que reluce. Que menuda interpretación la de Benjamin Voisin, un oasis en medio del desierto, qué mirada más luminosa para un mundo sólo pendiente de sus retribuciones.
Imposible que deje indiferente también la escena de la mesa con el editor, con la presencia golosa pero ecuánime de Gérard Dépardieu: no es nada más y nada menos que el Twitter de la época, el sistema que abre los caminos de la mezquindad donde sólo importa la polémica, y todo termina reduciéndose al vender, al rédito y a la triste meritocracia.