Si bien cuando se habla del cine de Yasujirō Ozu se suele poner el foco sobre el llamado ‹tatami shot›, ese a través del cual el nipón disponía su cámara a la altura del tatami para dotar de una expresividad distinta al cuadro, logrando una inmersión en el espectador sujeta al estatismo del plano, cabría destacar en ese mismo sentido la presencia de una planificación donde los lindes del fotograma captan a la perfección la cadencia de un cine acompasado mediante planos generales y medios. En Las hermanas Munekata, se antoja significativo ese trabajo en tanto el cineasta evita el empleo de detalles, eludiendo así un exceso de dramatismo que no tendría cabida en su modo de trabajo: tanto por la sencillez en la narración como por la existencia de determinados elementos que surgen de la puesta en escena y de un diálogo que se encarga de complementar aquello que Ozu pretende transmitir. Todo ello sin subrayados innecesarios o golpes de efecto que probablemente restarían más de lo que aportarían en una obra como la del nipón.
Las hermanas Munekata se articula de ese modo como un cine donde las elipsis parecen esenciales porque cada secuencia adquiere una significación por sí misma. El desarrollo paulatino de la acción, y la introducción calma de los diversos personajes, adquieren un cariz distintivo gracias a ese tratamiento en el que cada estampa otorga una diferente exposición al film, por más que todo quede cohesionado bajo una misma suma. Así, y aunque se podría decir que lejos de la progresión dramática existente todas las escenas se modulan por sí solas, el film no se resiente por el devenir de los acontecimientos, que se desenvuelven bajo un tono concreto, al son de una mirada cuya claridad se deduce de cada pequeño pespunte en pantalla, y se concreta desde las interacciones de los personajes, aportando matices e incluso logrando entroncar con una discursiva que no hace sino poner sobre el tapete cuestiones de lo más relevantes, como en el caso de la relación entre las hermanas que confieren título al film.
Basta, en ese aspecto, con atisbar una diferencia tan aparentemente ínfima como el modo de vestir de ambos personajes: mientras Setsuko, la hermana mayor, luce en todo momento kimonos, Mariko, la menor, viste con blusas y faldas que sugieren una distancia ya implícita en la edad. Un hecho también advertido en la nobleza con que Setsuko afronta la relación con un marido cuyo contacto es prácticamente inexistente —de hecho, resulta revelador que no aparezcan juntos en pantalla hasta bien avanzado el metraje—, a la vez que Mariko no hace sino insinuar una antigua relación que jamás se llegó a consumar, pero a ojos de ella más fructífera para Setsuko, interviniendo además en sus encuentros con Hiroshi, buscando que ese vínculo pueda llegarse a establecer en algún instante. Todo ello manifiesta una desemejanza desde la cual confrontar, en cierta manera, tradición y modernidad, que terminará estallando en una fabulosa escena donde ambas debatirán sobre perspectivas que, en cada caso, tienen una razón de ser, y que el propio Ozu aprovechará para poder otorgar un valioso calado a la disertación que dispone de fondo.
Las hermanas Munekata se descubre así como una obra fuera de su tiempo, por momentos de una rabiosa modernidad por el tratamiento que concede a una temática en la que, lejos de encontrar confrontación, el maestro nipón halla conciliación: al fin y al cabo, ambas visiones sobre el mundo están destinadas a subsistir por más que se palpe una separación lógica, en especial teniendo en cuenta los distintos contextos en que crecieron. Yasujirō Ozu despliega con mesura y calma un cine donde incluso esos planos que vacía de vez en cuando el realizador poseen un sentido, haciendo de Las hermanas Munekata una pieza en el que cada ligera puntada posee una importancia significativa: véase, por ejemplo, la decisión tomada por Setsuko en la conclusión del film, que dispone una vez más, casi sin quererlo, esa distancia, la que no sólo confiere profundidad y dimensionalidad a sus protagonistas, sino también apuntala una manifestación que debería estar más vigente que nunca, pues a fin de cuentas somos quienes somos por cómo concebimos nuestra propia realidad: una tesis que el cineasta tiene clara y expresa con una sensibilidad y disposición al alcance de muy pocos.
Larga vida a la nueva carne.