Puesta en escena
Existe una relación curiosa entre una película como Cerrar los ojos (Víctor Erice, 2023) y Las habitaciones rojas. En ambos títulos, la importancia de ser mirados, la mirada hacia uno mismo, supone el eje central de toda la narración. Sin embargo, la poética de la mirada articulada por Erice no es importante en el filme de Pascal Plante. En Las habitaciones rojas, presentada recientemente en la Sección oficial del Festival de Sitges, la voluntad de ser mirados es abordada como un deseo, unas veces transformado en fetiche, otras en mera necesidad. Una necesidad amarga, egoísta o patética; entre lo esencialmente humano y lo peligrosamente psicopático. Un síntoma del narcisismo imperante en una sociedad algorítmica que, como bien apuntó Diego Salgado, está obsesionada con su constante escenificación.
La escenificación de un crimen: la tortura y asesinato de tres chicas adolescentes a manos de un psicópata, todo ello registrado en tres vídeos subidos a la ‹dark web› a cambio de dinero. La escenificación de un juicio: la acusación contra Ludovic Chevalier (Maxwell McCabe-Lokos) de haber perpetrado el crimen. La escenificación de toda una vida: la de Kelly-Anne (Juliette Gariépy), una modelo con una fijación obsesiva por el caso. La cinta de Plante, pues, patentiza sutilmente los engranajes de una realidad al borde de su “irrealismo”, comprendida solo como representación de ella misma. Los calculados desplazamientos de cámara durante las escenas del juzgado, además de contar con una excelente ejecución que no debe confundirse como una muestra ostentosa de dominio escénico, son un recurso magistral para evidenciar la teatralización del proceso judicial. Cada personaje —abogados, fiscales e incluso víctimas— interpreta un papel, la versión de sí mismo que pueda ser proyectada al mundo exterior, que pueda encapsularse en una pantalla, medio por el que la cámara navega a lo largo de toda la película. La idea se ve reforzada gracias a un trabajo actoral repleto de matices espeluznantes. Véase el primer discurso de la fiscal, cargado de sensacionalismo y populismo, de una falsedad moral que resulta terrorífica.
Igualmente aterrador es el personaje de Kelly-Anne. En una escena descomunal, de apenas un minuto, Kelly-Anne enseña a jugar al ‹squash› a Clementine (Laurie Babin Fortin). La cámara se centra en Kelly-Anne, impasible frente a los fallos de su compañera, siempre en fuera de campo. En un momento aparentemente de unión entre personajes, Pascal Plante deja fuera del plano a uno de ellos para generar una distancia emocional, una separación que profundiza en la naturaleza individualista de Kelly-Anne, a quien poco le importa que su “nueva amiga” aprenda a jugar. En general, la interpretación de Juliette Gariépy transita de una calculada frialdad, cargada de gestos maníacos —¡cómo aparta de su plato las piezas de comida que no le gustan!—, hacia una especie de desesperación identitaria. La imagen angulada de su rostro mirando fijamente la pantalla de su ordenador evoca brillantemente a una grabación realizada con ‹webcam› y es repetida durante todo el filme. Captura la rigidez de un sujeto que fija los ojos en las pantallas esperando recibir a cambio esa misma fijación.
En Las habitaciones rojas, el mundo es convertido en una puesta en escena por los sujetos que la componen. Pascal Plante se entrega plenamente a la exploración una escenificación global y extrae de todo ello su componente más perverso. No importa si es una sesión de foto de una modelo o una sesión de tortura de una adolescente, la realidad, —abocada a permanecer en un ‹glitch›— se ha convertido en su totalidad en imágenes de consumo.