Un tren se acerca a la estación dejando una estela negruzca a su paso. Las mujeres se aproximan al borde del andén conforme la locomotora empieza a detenerse. Los hombres se bajan, aletargados, cargando sus pesados equipajes. En su mayoría se trata de soldados que vuelven a casa. Así es como Xavier Beauvois abre Las guardianas, adaptación de la novela homónima escrita por Ernest Pérochon; con un tren llegando a este pueblo de la Francia rural durante la primera Guerra Mundial. Una secuencia de apertura que el director de De dioses y hombres repite y utiliza también como cierre, tomando el tren como símbolo de la transición sociocultural que viven aquellas que, históricamente, han quedado en la retaguardia.
Condenada a ser extemporánea, indiferentemente de la época en la que se sitúe la acción, Las guardianas dibuja el retrato de una familia de campesinas, relegando la guerra al fuera de campo, centrando el relato en la reformulación de las relaciones filiales en ausencia de los hombres.
Hortense, la madre, y Solange, su hija —las célebres estrellas del cine francés Nathalie Baye y Laura Smet, respectivamente—, deben tomar el mando de las tareas productivas de la granja y, a raíz de las necesidades generadas por los estragos de la guerra, el volumen de trabajo aumenta. Deciden contratar a Francine —la debutante Iris Bry—, una joven cuya presencia en la familia terminará funcionando como agente desestabilizador.
Beauvois, sin embargo, parece poco interesado en explotar esos conflictos personales. Tanto su inicio como su final podrían definir Las guardianas como una película que apela al clasicismo, el énfasis en el gesto, en lo indescifrable de la arquitectura del rostro de sus protagonistas, de la dureza del sol de la campiña y de la espesura del polvo; aluden indiscutiblemente a la modernidad cinematográfica, centrado en las imágenes del cuerpo y en su relación con un espacio que amenaza con devorarlos. En este caso, los paisajes propios del realismo pictórico francés decimonónico, el de los espigadores y, especialmente, de las espigadoras; para quienes la vida sigue lejos de las trincheras. Beauvois decide retratar los mecanismos de la espera a través de la toma de poder de sus protagonistas femeninas en lo moral y en lo familiar, cuyas miradas siempre se dirigen al fuera de campo, proyectándose en ese contraplano de horror —apenas visible en una secuencia—.
Quizá esta sea la intención última de su autor, reclamar la revisión histórica en clave femenina, como apunta su largo prólogo. En él, tras bajarse del tren y dejar su equipaje en casa, un soldado visita la escuela en la que solía dar clase. Recorre las calles sin asfaltar, atisbando cada rincón, cada detalle, como si fuese la primera o —premonitoriamente— la última vez. Ya en el colegio, la cámara recorre los rostros de los niños cuya clase interrumpe, que lo observan con curiosidad, excitados por la concepción idealizada de la épica belicista. Él parece incómodo, ajeno a un lugar al que antes perteneció, pero que ya no es capaz de reconocer como suyo.
Una voluntad rigurosa de vindicación del rol femenino en el conflicto bélico, un papel ignorado historiográficamente, que se sirve de una novela de 1914 para ilustrar el conflicto de la sobrerrepresentación cultural y mediática, a través de una puesta en escena capaz de evidenciar la tensión entre un pasado relacionado con lo masculino y una modernidad física, inmediata y mutable intrínsecamente conectada con lo femenino.