Sería absurdo decir que al director de esta ópera prima le pueden haber influido numerosos precedentes cinematográficos, de la misma forma que resultaría ridículo que yo negara que me guste leer a divulgadores cinematográficos como François Truffaut, Ilya Ehrenburg, José Luís Guarner o Roger Ebert, por citar algunos escritores importantes que ya no viven. Por tal razón voy a enumerar una lista de los films que me vinieron a la cabeza cuando asistí a la proyección de Las furias, además de otros que se mencionan en críticas y textos sobre la película. Aquí están, por orden alfabético: Agosto, American beauty, Celebration, Cómicos, El mundo sigue, Familia, Mamá cumple 100 años, ¿Quién teme a Virginia Wolf?, Reencuentro y Todo sobre mi madre. Son herencias temáticas en algunos casos, por obras que tienen las discusiones familiares y el mundo del teatro como ejes argumentales. También son ejemplos sorprendentes como el caso del de Lawrence Kasdan, a su vez inspirado en The return of the Secaucus 7 de John Sayles, películas en las que la reunión de amigos ejerce como una catarsis de grupo, tras la pérdida de uno de sus miembros.
Llevamos siendo testigos, hace ya más de ciento treinta años, a este invento del cinematógrafo, por eso no es extraño que se acumulen todas estas referencias en el primer largometraje de Miguel del Arco, tal y como indica él en los títulos de crédito finales. Sí, un autor que se responsabiliza del guión, de la dirección, de la producción e incluso la letra de varias canciones que suenan durante el metraje. El cineasta no es un recién llegado al medio audiovisual porque su filmografía anterior está compuesta por varios cortometrajes y episodios en series de televisión. En el arte dramático ha ganado todos los premios nacionales posibles, como director y dramaturgo. En cine comienza ahora y lo hace con la seguridad que le da un reparto difícil de igualar, compuesto por siete primeras espadas del cine, la televisión y la escena que, juntos en el mismo cartel, parecían imposibles de manejar. Con la difícil labor de situar en un mismo plano a José Sacristán, Carmen Machi, Mercedes Sampietro, Bárbara Lennie, Gonzalo de Castro, Emma Suárez y Alberto San Juan, el director demuestra una capacidad de lograr lo más complicado al lidiarlos sin que se coman sus intervenciones, no hagan sombra al centro de atención en cada escena, se den la réplica con humildad y tengan peso dramático en el instante preciso. En ese apartado Miguel del Arco cumple con veteranía su cometido. Con especial cuidado al elegir un actor secundario que se asoma con la misma fuerza que los otros siete, el gran Pere Arquillúe.
Destaca también el homenaje más agradecido al cine clásico, con ese plano en el que las tres divinidades griegas que son las furias, se aproximan gritando a la pantalla. Es un recurso enunciativo parecido a esos cuatro jinetes del apocalipsis que se veían cabalgar por el cielo, en las dos versiones sobre la novela de Vicente Blasco Ibáñez, la muda de 1921 y la sonora del 1962. Además de un reconocimiento a Orson Welles con las apariciones de las brujas en Macbeth.
Las furias ganan más en su adecuación del medio teatral al cinematográfico. En esa primera secuencia que presenta en el camerino a casi todos los personajes veinte años atrás. Allí, con pocos trazos se describen las relaciones personales y sus caracteres. Después prolonga demasiado el presente de los integrantes de la historia, con un desarrollo dramático que podría haberse abreviado para llegar a la segunda parte del film, la que sucede en la mansión de campo familiar, Casa Alegre, situada en algún lugar de la costa norte. Un escenario que, a pesar de ser grande y abierto, remite más a la unidad teatral como un lugar para concentrar los encuentros, disputas y revelaciones que conducen a un clímax intenso, aunque resuelto de modo forzado, en su intento de no dejar cabos sueltos o inexplicados.
El resultado final es un vaivén de sensaciones buenas y otras arbitrarias. En un peso de la balanza se trata de un guión tiranizado por secuencias empleadas para darle más tiempo en pantalla a un reparto de actrices y actores famosos. En el otro, la sorpresa de ver a unos sorprendentes José Sacristán, Gonzalo de Prieto y Carmen Machi en unos registros muy convincentes. De nuevo, en el lado ligero, la actuación de Macarena Sanz como una joven de impulsos psicóticos, que no llega a la altura de ninguno de los demás compañeros del reparto, sumado a esas secuencias de sus ataques homicidas, sobrecargadas de filtros, ralentí y efectos sonoros que no proporcionan nada a su participación en pantalla. El largometraje gana cuando quita trascendencia a las explicaciones psicológicas y se lanza al costumbrismo familiar. También cuando recurre al plano y contraplano como puesta en escena, en vez de intentar complejas acciones paralelas, pero acumuladas, no fluidas, como las del tercio final.
Tomando unas declaraciones de Miguel del Arco sobre lo que realmente le motivaba de forma inconsciente en su realización, destaca su referente a Magnolia de Paul Thomas Anderson. Es cierto que con esa manera de tentar un salto al vacío desde la tragedia al humor, desde la violencia al amor, ese columpio que no cesa de balancearse, es donde se agradece el riesgo del cineasta. También logra un ritmo que no cansa durante su estirado metraje de ciento veinte minutos, duración que ganaría si llegase más pronto a Casa alegre, para ver una segunda hora que, con sus aciertos y fallos, seguramente consiga buena carrera en taquilla y galardones.