Los años no pasan en vano. La visita de tres amigos, además de la novia de uno de ellos, a un viejo compañero universitario de fatigas, se propone en Las distancias, el nuevo trabajo de Elena Trapé tras su debut con Blog, como un escenario idóneo para hablar sobre ese fatigoso examen que suele ser el paso del tiempo, y exponer un retrato generacional que no sólo se siente cercano por la complicidad que se desentraña de haber vivido una época colindante, también por el acertado dibujo que realiza la cineasta catalana de unos personajes que, se encuentren en la tesitura que se encuentren, todavía deben encontrar el rumbo adecuado en su periplo vital. Más allá, pues, de si los cinco individuos que se nos presentan en Las distancias plantean estereotipos pormenorizados que hemos enfrentado no pocas veces en nuestro día a día, el verdadero valor de cada representación está en las imperfecciones y en esa distancia a la que alude el título; una distancia emocional impuesta por lo físico —Berlín se establece como punto de encuentro ante la imposibilidad de reunirse en su ciudad—, pero también por la idealización de un tiempo pasado que se muestra ya demasiado lejano, y que supondrá un verdadero obstáculo en el encuentro entre ellos: lo que representó tiempo atrás esa amistad ya no existe, y los intereses personales de cada uno soterrarán más si cabe la intención inicial del viaje.
Trapé realiza desde ese ámbito un retrato repleto de claroscuros, en el que va sugiriendo ya no únicamente rasgos, sino una condición que incluso en ocasiones no es la esperada —como en el caso de Comas, el chico que vive en Berlín, cuya vida parece haber sufrido más de un traspiés en los últimos tiempos, algo que la cineasta desvela a partir de la propia imagen del personaje, pero también en unos espacios que se antojan el residuo de una desidia que intentará ocultar como pueda—. Lejos de las contrariedades y el choque que se propulsa entre algunos de ellos —y que halla entre el reencuentro que protagonizan Guille y Eloi su máxima expresión—, Las distancias refleja un universo en el que las dudas y dilemas de cada uno —la relación que sostiene Anna, la impostura de Guille ante una situación no tan favorable como intenta mostrar, o los problemas de Eloi por mantener cierta estabilidad— van trastocando un panorama en el cual el detonante será el cambio de planes suscitado por la huida —en forma de desaparición— de uno de ellos. Trapé demuestra saber comprender a la perfección las inquietudes que bordean una generación apocada al desastre, a la inseguridad de aquello que quizá se antojó ideal en otro contexto y tiempo.
Sostenida por un libreto que tiene muy claras sus intenciones, y en la estupenda labor actoral que propone las notas exactas en cada momento —e incluso plasma con tino la frustración por un futuro no concebido, como en esa secuencia entre Alexandra Jiménez y Saskia Rosendahl (a la que no pocos recordarán por su magnífico papel en Lore)—, Las distancias sabe además impregnar su aparato formal de una proximidad que se reduce tanto a la sencillez de los escenarios como a uno de esos trabajos de cámara impecables. Elena Trapé muestra, además de una gran capacidad para llevar esas experiencias vividas a un terreno, el de la ficción, que no es de fácil manejo, la sensibilidad necesaria como para comprender unos personajes que, más allá de las notas de desencanto propias de la edad retratada, saben endulzar el café más amargo con ese desmán tan simpático que no se muestra como tal por la mirada guiada de su directora, sino por una idiosincrasia propia, aquella que te haría cometer tonterías como pintarrajear carteles a las tantas de la madrugada por el mero resentimiento y una borrachera mal llevada. Y todo ello tras una conclusión que se refuerza como la más consecuente de las resoluciones, el reflejo de una generación que, llegada la edad adulta —y como ya exponía Gregg Araki en el título de uno de sus mejores largometrajes dos décadas atrás—, no puede ser otra cosa que maldita.
Larga vida a la nueva carne.