Las cosas que decimos
Volvemos a una pregunta mil veces realizada (incluso en estas mismas páginas): ¿Qué es el amor? Una cuestión que incluso era sujeto de discusión en un film tan alejado del de Mouret como Matrix. Más allá de los irrelevantes (hasta ridículos) comentarios al respecto que Persephone articulaba entre balbuceos y que situaban la concepción de pulsión romántica a la altura de una novelucha de Danielle Steel, las Wachowsky conseguían, en la tercera parte de la trilogía, establecer una definición del amor que, quizás no sea definitiva, pero abría el debate a niveles más que interesantes. «Amor es solo una palabra, lo que importa es la conexión que implica». Puede parecer de Perogrullo, pero, al fin y al cabo, después de ver Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait, 2020), podemos afirmar que estamos ante una película que trata ni más ni menos de esto justamente: de cómo cada persona, cada pareja, cada círculo de entramado romántico, tiene una visión del asunto, una articulación teórica del mismo y una vivencia que lo explica.
Esta necesidad de hablar del amor, de explicarlo y reinterpretarlo, proviene probablemente no tan solo de la experiencia, sea positiva, negativa o ambas a la vez. Más bien de la necesidad de articular en forma oral un sentimiento universal pero que, cada uno vive de un modo tan parecido y a la vez tan lejano. Y es que, al igual que aparece reflejado en el falso documental que vemos en el filme, el amor es la forma universal de vencer a la muerte que todo ser humano busca. No es tanto bajo el paraguas del cliché habitual donde el amor se presenta en la forma más pura de generosidad (la fusión de las almas, la media naranja y demás metáforas) sino más bien como la manera más salvaje y egoísta de autopreservación. Ser amado significa estar clavado en el recuerdo y en el sentimiento del otro, ser eterno en recuerdos, gestos e incluso desagravios.
Por eso el amor es tan contradictorio que resulta imposible establecer un teorema definitivo al respecto. Y por ello el filme de Mouret resulta tan valioso al establecer diálogos infinitos al respecto, al no pontificar sobre respuestas definitivas y tomarse el tiempo, las visiones y las contradicciones necesarias para no querer ser el manual definitivo que dé respuesta a la pregunta universal sino una especie de ‹display› de emociones que se ramifican, que chocan entre sí, que se contradicen a menudo pero que, finalmente, cobran todo el sentido del mundo al contemplarlas y escucharlas en su conjunto. Al fin y al cabo, las cosas que decimos acaban siempre en el mismo punto, la mirada interrogativa que clama: ¿Qué es el amor?
Las cosas que hacemos
La pregunta y sus múltiples respuestas son del mundo de la teoría, de esa concepción que, como humanos, nos lleva a plantearlo todo, a tratar de teorizarlo y filosofar al respecto. Y si hay una cinematografía que ha hecho correr ríos de fotogramas en el intento esa es la francesa. El cine como arma de instrucción, como libro de exorcismos personales y como generador, por transferencia, de pulsiones internas hacia hacerlas casi canónicas en sus espectadores.
Mouret nos ofrece un film que no solo se mueve en estos conceptos, sino que, a su manera, resulta ser un elegante almanaque de toda la tradición francesa al respecto: desde las entradas y salidas en espacio reducido de Le Mépris, los ‹flashbacks› en primera persona de Desplechin que más que una vivencia parecen introducirnos en mundos de narración fabulesca, hasta la acción dialogada que transita por todos los mundos de Rohmer, todo nos lleva a el reconocimiento instantáneo sin caer ni en el refrito impersonal ni en una suerte de posmodernismo edulcorado.
Lo que hace Mouret es ni más ni menos que dar un paseo a través no solo de las vivencias y devaneos amorosos de sus personajes sino a través de un mundo cinéfilo por el que siente una pasión igual de profunda. Si el título es un díptico, las formas son una metáfora del amor explicado desde el amor, de cómo ser cinematográfico de forma explícita sin renunciar a la capacidad de envolverlo con un papel de regalo de lujosa realidad. La naturalidad no entra pues en conflicto con la exposición del artefacto, se ensambla al igual que lo hacen los enamorados. Con esa pulsión, comentada en lo teórico, que lucha entre el egoísmo de la auto referencialidad y la generosidad de compartirla de forma entendible con los demás.
Lo explícito pues no es en absoluto un obstáculo. Solo hay que tomar como ejemplo paradigmático de ello la maravillosa escena en el cine que nos regala el director, donde lo romántico se dispara en diversas direcciones, incluso contrapuestas en un juego de miradas no encontradas, emociones no compartidas, pero, al fin y al cabo, todas dirigidas a un mismo punto: el amor por algo, por alguien, por ambos. Sí, podemos decir que, aunque la firma sea de Emmanuel Mouret, las cosas que hacemos vienen explicadas por un grupo coral del cual el director es un receptor orgánico, traspasando toda esta tradición a una película que parece compendio definitivo de obsesiones, pensamientos y contradicciones. Algo especialmente valioso en estos tiempos en que el cinismo imperante quiere reducir la cinefilia a algo vetusto y desnortado cuando, muchas de las cosas que hacemos provienen precisamente de preguntarnos ¿Qué es el amor? Y buscar la respuesta en la oscuridad de una sala, en unos personajes que rompen la cuarta pared de la pantalla y nos hablan directamente con sus palabras y acciones.