Daniel Roché, el millonario galo, reúne a ocho de los más importantes ministros mundiales en un G8 peculiar. Durante varios días convivirán estos mandatarios y sus ayudantes en un lujoso hotel en la costa alemana. Los acompañan una escritora de libros infantiles demasiado parecida a JK Rowling, una estrella del pop en la onda de Bono o Sting. Y Roberto Salus, el monje al que se confían muchos de los asistentes a la cumbre.
Con una presentación impoluta del protagonista que encarna Toni Servillo, ese fraile o monje, también escritor, que compra una grabadora al salir del aeropuerto para grabar algunas conversaciones. Sus primeros encuentros con Claire, la novelista superventas y la forma en la que observa a los políticos que toman el sol en el jardín, en un plano general tomado en picado, magnífico. Una imagen de cada uno sentado en su sillón cubierto, sin hacer caso a los demás.
Durante la secuencia del principio se superponen los nombres del protagonista y otros miembros del reparto, así como los principales técnicos antes del título de la película. Una identificación y reconocimiento a los responsables que cada vez se usa menos al comenzar un film. Puede que esta deferencia al equipo técnico y artístico, rematada por la leyenda “un film de Roberto Andò”, sean la confirmación del producto posterior, esto es, un buen trabajo de equipo, aunque irregular en cuanto como apuesta de su autor.
Por la temática de la historia, dominada con esos gobernantes en una reunión exclusiva, parece que se plantea un film dramático para reflexionar sobre el poder, representado por las fuerzas que coinciden en el encuentro, tanto la económica, como la política e incluso la eclesiástica. Sin embargo, transcurrido un tercio del film, un giro criminal de la trama principal escora el género hacia el suspense, hasta ser prácticamente una versión improvisada del ‹whodunit› característico de Agatha Christie, con la lógica formulación de la cuestión ¿quién será el culpable? El cambio de tono resulta sorprendente y agradable al mismo tiempo, porque se desmarca del previsible discurso anticapitalista. Tal vez quede algo de esta motivación para denunciar los poderes, un aspecto que flota durante el metraje de Las confesiones, pero existen demasiados elementos entremezclados para que predomine la tragedia, la intriga, cierto humor negro o la protesta. El desarrollo de la cinta se convierte en una sucesión de ‹mcguffins› que aparecen y se ocultan por antojo. En parte se debe a los motivos de Roché para juntar al heterogéneo colectivo de poderosos, razones confusas que van desde una fórmula matemática que serviría para conseguir una riqueza extrema a costa de un crecimiento aún mayor de la pobreza mundial. Pasando por la necesidad de un equilibrio entre países preponderantes como Alemania o los meros espectadores como Italia. Además de las relaciones personales de los personajes, entrevistados ante la mirada sospechosa de cuerpo de seguridad que los vigila. Y el misterio sobre la procedencia del monje protagonista. Demasiados hilos sueltos para poder tejer un tapiz coherente, o al menos verosímil, en el rompecabezas que plantea la película, sin resolverlo de manera convincente.
Roberto Andò vuelve a mostrar su profesionalidad en el arranque del film, de la misma forma que sucedía en su obra anterior Viva la libertà. Allí planteaba la identidad de las personas mediante una comedia bufa sobre un político que es sustituido por su hermano gemelo. La sutileza y comicidad iniciales daban paso a reiteraciones y una seriedad errónea que no ayudaba a esa revisión ligera sobre El príncipe y el mendigo de Mark Twain, aunque estuviera basada en una novela del propio cineasta siciliano. En esta nueva aproximación a la órbita del mundo actual, el director y guionista tropieza de nuevo en el segundo acto, utilizando la coartada del suspense para despistar al espectador antes que para intrigarlo. Las buenas intenciones del inicio se diluyen con unos personajes que resultan más estereotipos que tipos. Quizás a salvo del naufragio, gracias a las miradas de Servillo y Auteil, a la fotogenia melancólica de Connie Nielsen y la convicción de Pierfrancesco Favino como el ministro italiano. El artificio del misterio se desmorona con el paso de las secuencias y el alivio de algunos bellos pasajes musicales con la partitura de Nicola Piovani.
Las confesiones podría haber ganado si su autor hubiera tomado nota de otra muestra reciente de terror a partir del último crack económico, como es la gran Margin Call de J.C. Chandor. O al menos habría subido algún entero con el atrevimiento de subir la jerarquía del protagonista y cambiarlo por un obispo, cardenal o al menos un sacerdote que habría dado más juego en esta reunión de dirigentes. Y por supuesto, tendría más credibilidad para usar el sacramento de la confesión.