Un debut cinematográfico ha de ser siempre una celebración. Si, además, este debut es una celebración en sí mismo, es solo cuestión de echar cuentas: el festejo es doble. Itsaso Arana nos infiltra en una historia pequeña que crece gracias a una fertilización que friega (si ya no directamente abraza) la honestidad y la intimidad compartida a los espectadores. Las chicas están bien es una jornada rural, relativamente semejante a la que nos describió en su momento Jean Renoir en Una partida de campo (Partie de campagne, 1936): con sus descubrimientos, sus revelaciones, sus escapadas, sus conversaciones existenciales y sus interrelaciones humanas. Una caja de pandora risueña, pero que su aparente delicadeza no nos engañe: guarda secretos duros de escuchar y verdades difíciles de asumir. Lo que pasa es que cuando no hay ni dramatización hiperbólica ni un aparatoso artefacto detrás, solo queda la pureza del núcleo: un cine que no hace trampas ni requiere grandes artimañas para germinar y florecer. En este caso, formamos parte de una excursión a través de la cual acompañamos a la propia Arana a preparar un juguetón teatrillo. Por lo tanto, tenemos también a sus actrices: Bárbara (Lennie), Irene (Escolar), Itziar (Manero) y Helena (Ezquerro). De modo que se palpa eso tan shakespeariano de la vida como representación constante, un cosmos entendido como escenario interminable, incombustible, inintermitente. La directora navarra adopta esto al pie de la letra y la cosa le sale formidablemente, oigan.
Nominada a mejor película en Karlovy Vary, Las chicas están bien tiene como punto de arranque una puerta. Un acceso a una casa en medio del campo (un elemento con un peso muy importante en el relato). La espera es breve y en seguida se nos invita, también a nosotros, a entrar en este recinto donde un grupo de urbanitas (sin caer en la caricatura) llega para preparar el texto y la escenificación de una obra pequeña que escribe la propia Arana. El grupo de muchachas, después de elegir habitación y dictaminar cómo dormirán, empiezan los ensayos y, con ellos, una serie de jornadas de reflexión que sirven a la vez como terapia y como descanso, y que se entremezclan con el compás de un verano dilatado. El tiempo se amortigua, el ritmo se apacigua y, a medida que pasan los días, las protagonistas se abren emocionalmente en canal. Arana plantea un cine de reconquista que tiene que ver con la reconexión con la naturaleza (eso tan pictórico, tan verde, tan Rohmer) y, sobre todo, con ellas mismas. De esta manera, conforme avanza esta aventura campestre estructurada en capítulos, como una novelita, también se consolida la química entre las muchachas, hasta confeccionar una utopía cimentada en la confianza, la transparencia y la feminidad, donde los sueños se suceden y se proyectan y se frustran también. Un pequeño paraíso femenino solo quebrantado (amablemente, eso sí) por una presencia masculina, la de Gonzalo Herrero. Dos si sumamos al sapo.
Como todo lo orgánico, lo de Arana nace, crece, se reproduce y muere. Y en su diminuta república, no hay cabida para los recursos efectistas. No hay una tristeza edulcorada ni conjeturas sintéticas. No hay disquisiciones ni planteamientos pedantes. Como hacía Ozu con el plano tatami, pero en este caso en un sentido metafórico, la cámara operada por Sara Gallego se cuela entre bastidores. Se esconde en los dormitorios, y en la cocina, las sobremesas en el porche y en el comedor; también en la fiesta de pueblo, e inclusive se desliza entre dos amantes. Observa y escucha, como una más de la camada. Gracias a esta fotografía, no solo nos llegan imágenes, sino también accedemos a momentos de sinceridad donde se discute sobre la muerte, la familia, el sentido de la interpretación, la maternidad, el paso del tiempo, la amistad, el amor, el desamor y la soledad. La narrativa coral teje una canción donde el grupo funciona como una unidad atómica que se plantea dudas existenciales, mundanas (no importa para nada si son relevantes, demasiado trascendentales o en cambio insulsas). Se alternan los encuadres paisajísticos o los espacios cerrados con los planos grupales, individuales, donde lo particular y lo privado conviven en tregua con la vida común. Hay lugar, como no, para la travesura: en un momento dado, Lennie rompe la cuarta pared y habla directamente a la directora, tal como si fuese la mejor amiga que ha tenido jamás.
En conjunto, todo resulta en una especie de festividad donde la ficción se intrinca en la metaficción. ¿Qué es real y qué no? ¿qué escena ha estado improvisada y cuál ha seguido milimétricamente el guión? Alejándose de la confrontación, Las chicas están bien aúna lo que es verdadero y lo que simulamos y aparentamos, difuminando las líneas de la verosimilitud y consagrando un costumbrismo que no se toma en serio y, paradójicamente, nos parece extremadamente creíble y humano. De pronto, ya no estamos viendo una película sino participando en ella. Da igual que nos sintamos representados; da igual que no hable de nosotros: nos bañamos en los llantos, en las risas y en esas miradas al infinito, despreocupadas, fruto de una nostalgia primitiva que hace que entendamos, al fin, que las chicas siempre estarán bien mientras dispongan de esa conexión y ese espacio. Con ellas, volvemos al bosque, a la niñez. Abrazamos los cuentos de príncipes y princesas, las fábulas y las leyendas. Asumimos con gusto la disyuntiva de Arana: ficción o barbarie. Y, al menos, durante los ochenta y cinco minutos de metraje, elegimos la primera.
Tengo muchas ganas de verla. Ya pensaba que iba a ser especial. Y esta sugerente aproximación las acrecienta y me lo confirma.
todo fluye, todo se encadena. un principe huido y cuatro princesas desterradas que matan el tiempo jugando a hacer de actrices, ensayando una comedia donde hacen de …, princesas. todo fluye, todo se encadena. la directora también actriz y autora y en un tiempo, también princesa, sabe cómo debe animarlas, aconsejarlas, vestirlas, insinuarlas, díselo a la cámara, sí, a esa. ecos de renoir, de rohmer, de jonas trueba. el guisante, el sapo, el beso, la llamada, el rio, … todo fluye, todo se encadena.