Hemos visitado los dos extremos de la inversión emocional en el D’A, y sin duda la película que nos ocupa está en el lado de los films que derrochan empatía. Muchos son los debuts que empiezan por los sentimientos conocidos para ver crecer su memoria en los primeros compases del mundo del cine. Unos optan por historias personales, radiografiar familia y amigos a cara descubierta; no son menos los que ponen la directa y mezclan experiencias propias de juventud con la invención de nuevos personajes que vagamente les recuerdan a su adolescencia, recreando las muy manidas —y pese a ello, aún capaces de sorprendernos— ‹coming of age›. Después encontramos personas como Ana García Blaya, que ha tirado del hilo en ambas direcciones y ha mezclado sus recuerdos infantiles con la necesidad de madurar deprisa como método de supervivencia en Las buenas intenciones, su carta de presentación, su diario novelado, lo que ella creía a pies juntillas de su papi… y su mami.
Se destila cierta ternura en todo momento en la película, donde nos aferramos a un punto de vista infantil, sin olvidar nunca que los niños están atentos a todo y, sin parecerlo, comprenden los entresijos de los adultos con más pulcritud que los propios interesados. Amanda es más niña cuando está en una casa y más mamá cuando está en otra, es lo que tiene convivir en dos casas de padres separados que no llevan el mismo control de la situación. Al menos uno de ellos, tampoco busca ser el ejemplo pulcro y definitivo de la paternidad, simplemente se dedica a ser él mismo y a disfrutar con sus retoños.
Amanda juega y se responsabiliza, a su manera, de los más pequeños, a veces incluso de su propio padre, para que todo permanezca unido. Dicho así, suena a un laborioso acto de ruptura con el estado de bienestar, pero nada más lejos de la realidad. Se nos muestra una familia diferente y ufana, rodeando siempre la “estabilidad” moral para salirse, más o menos, con la suya. Al otro lado está la sensatez que mira con ojitos a ese otra parte en el que ha vivido, y mamá nos sitúa en una Argentina que se empobrece cada vez más, el lugar en el que no se puede construir un futuro acomodado para un montón de hijos. Es ahí cuando, de repente, se dificulta esa festividad pagana en la que mantenían la mirada abierta a todo y a todos. La resaca siempre vuelve.
La directora no quiere soltar su toque personal, y a esta historia en la que parece haber puesto tanto de ella le añade algunas grabaciones de la infancia reales, mezcladas con grabaciones simuladas por los actores, como un pequeño inciso en el que demostrar un “yo estuve allí y lo pasamos tan bien como parece”.
Aunque bailemos entre la determinación de la niña y la parsimonia del padre, Las buenas intenciones llega a un punto de lagrimita y pies en el suelo, que acaba de redondear ese recuerdo no pretendidamente edulcorado pero sí agradable y sencillo, convirtiendo la película en una apuesta por los matices de la concordia que le sienta genial, algo así como un juego de niños, con adultos como estrellas invitadas.
Y si se me permite, hago un inciso:
Oda a Pablo.
En un momento le dice un amigo a Gustavo «no sé como lo hacés para caer siempre parado». Este es nuestro Pablo, el tipo que milimétricamente me recuerda al protagonista, un pequeño desastre argumental con el que en vez de enfadarte, te rindes a su extraña adorabilidad. Escurridizo, vive en un mundo hecho a su medida, donde el tiempo se dilata hasta la extenuación de los otros, nunca de uno mismo, con una compleja mente envenenada ante el buenrrollismo imperante en público, que no necesita decir adiós, porque en el fondo sabe que siempre es un hasta luego. Y puede que no tenga claro cuándo dejé de hablar de Pablo para retomar a Gustavo, porque igual Pablo tiene un gran secreto que todos desconocemos, nos oculta que es la reencarnación de un odioso (y encantador) argentino que recopila cintas de grupos ajenos y además, como el gran «badabum-tiss» que podrá resonar en su historia, es papá.