La película de Ángel Santos, vista en el Festival de Cine Europeo de Sevilla, ha sido toda una joyita, que como cada año y en la mejor tradición posible, nos llega desde Galicia.
En la cinta asistimos al regreso de Miguel a su ciudad natal por temas laborales, en este caso, buscar localizaciones para una película en la que el propio protagonista no cree. No obstante, se deja claro que la vuelta es más personal que un mero trabajo más, en un momento muy concreto de la vida del personaje. Por tanto, sí, estamos ante ese subgénero del que me declaro seguidor incondicional como es las cintas de “gente que vuelve a su ciudad, que no ha triunfado fuera de ella y no es feliz”, en las que metemos en el saco desde Beautiful Girls (1996, Ted Demme) a rarezas como la serbia Tomorrow Morning (2006, Oleg Novkovic).
Su cineasta necesita muy poco para meterte dentro de una historia poblada de miradas y gestos reveladores, en un tono perfecto de añoranza que nos sumerge de lleno en el corazón del protagonista. Eso se debe a que Las altas presiones funciona más que como un estado mental que como una radiografía generacional, jugando con unos espacios y unos personajes que ya no son lo que fueron y buscan su lugar.
Narrativa, Miguel llega a Pontevedra buscando unas localizaciones para un filme y aprovecha para volver a ver a su gente. Descubrimos bastante pronto que ya no queda nadie de los que hay y los que hay, han cambiado. De hecho consigue reunir para su búsqueda de espacio y localizaciones a dos personas conocidas, pero no íntimos, son la hermana pequeña de su ex y el hermano también menor de un amigo. Juntos van viajando por la provincia, visitando la aparente idílica vida que ahora lleva su ex con su pareja (podría argumentarse que es el verdadero motivo del regreso a casa). También conoce a una nueva persona, Alicia, una enfermera alejada de la vida de artista que tienen todos sus conocidos.
Con muy poco el director consigue calar en el espectador, con unas historias pequeñas y apenas explicadas pero sí intuidas que entendemos que se interrumpieron hace años o nunca llegaron a nada. De esas historias sólo quedan algunas miradas, un silencio más largo de lo normal y la idea del paso del tiempo. Son fragmentos o huellas aún no borradas de un pasado con el que podemos sentirnos identificados. Que se palpa en el ambiente, ayudado con los espacios abandonados que busca nuestro héroe.
Un héroe al que desde el inicio sabemos asqueado y decepcionado con su vida. Su vida no es ni remotamente parecida a como esperaba que fuera hace diez años. Así, aunque tranquilo y de pocas palabras, encontramos momentos de auténtica frustración donde su furia queda expresada en acciones violentas, ya sea rompiendo tazas de la fábrica abandonada del principio o en mitad de un concierto que baila más con espasmos que siguiendo el ritmo. Escena por lo demás resuelta brillantemente con un seguimiento sencillo de la cámara y es que parece que una de las máximas de la película es aquella que “menos es más”, tanto a nivel narrativo como de dirección.
Creo que también son digno de mención varios detalles. El primero es como se juega con dos ideas que no debieran considerarse contradictorias y que funciona bastante bien. Me refiero a la mirada sobre la tierra o el lugar de origen, huyendo de la sobreexplotación de misticismo sin abandonarlo a la vez que nos enseña un lugar con su vitalidad cultural y juvenil. Está muy bien construido. No se trata de la típica guerra entre lo viejo y lo nuevo, sino que para la cámara y por tanto para su director también, no se puede explicar su tierra sin esos lugares de leyendas, los lugares abandonados y los garitos musicales donde suena la música más actual. Porque aunque un estado mental, lo cierto es que la obra de Ángel Santos también sirve para capturar a una generación.
El segundo detalle. Siguiendo hablando de la cámara, es revelador como nos muestra esta a los personajes, especialmente a las chicas. Y aún así no trata igual a la ex, que a su hermana o a Alicia, donde nos regala unos primeros planos llenos de sensualidad.
Lo cierto que por todo lo anterior dicho Las altas presiones acaba siendo una obra redonda que se disfruta saboreando por más que bien pensado, su trama no es nada novedosa (tampoco lo intenta ser, no van por ahí los tiros). Su final no ha terminado de convencer a algunos colegas en el festival, pero a mi me deja satisfecho. La clave está en entrar en un tono y una atmósfera que se siente cercana, con unos personajes sencillos, bien perfilados y llenos de vida, en especial los dos jóvenes que acompañan a Miguel y que esté siente envidia de ellos.
«Las altas presiones es un estado mental», que diría el prota de Doctor en Alaska.