Si tuviera que definir a la película que vamos a reseñar utilizando algún símil cinematográfico el elegido sería El Padrino de las películas de artes marciales, ese género que volvió a poner de moda Quentin Tarantino a comienzos del siglo XXI con su aclamada Kill Bill y que ha sido violentamente vilipendiado por la crítica tradicional. Pero no solo en los ambientes críticos más sesudos se ha defenestrado las películas de Kung fu —como se denominaban allá por la década de los ochenta—, sino que muchos cinéfilos han considerado al cine de patadas y espadas como un subgénero simpático que no da más que para pasar un rato agradable viendo a chinos repartiendo yoyas a diestro y siniestro. Bien es cierto que el objetivo principal de este tipo de cintas es ese precisamente, es decir, entretener al espectador, pero también es verdad que nos quedaríamos cortos de miras si no miramos más allá y nos olvidamos del contenido filosófico y la extraordinaria belleza técnica de estas películas.
Mi afición al cine de artes marciales vino alimentada por el mítico programa Cinturón Negro presentado por la estrella femenina del Taekwondo español Coral Bistuer, que emitió Antena 3 en aquellos maravillosos años noventa en los que la irrupción de las primeras televisiones privadas abrió el espectro catódico a contenidos que rompían el tradicional academicismo de la televisión pública. Gracias a la emisión de películas como Furia Oriental, Kárate a muerte en Bangkok o incluso la saga de El guerrero Americano descubrí otro tipo de cine que a mis once años me llamaba muchísimo la atención, a mí y a mis compañeros de clase, ya que no parábamos de comentar las patadas y técnicas marciales —como la de la grulla o el dragón— que intentábamos imitar en los míticos recreos de la EGB.
Pasaron los años y gracias a mi gran amigo Alberto llegó a mis manos el VHS de una peliculilla protagonizada por un monje Shaolin, totalmente desconocida para mí, cuyo visionado me provocó una especie de éxtasis rayando el orgasmo, sin que pudiera adivinar el motivo de tal sofoco. Esa película producida con el inconfundible sello de la Shaw Brothers, estaba protagonizada por un tal Gordon Liu y se titulaba Las 36 cámaras de Shaolin. Fue mi primer contacto con el cine de Chia-Liang Liu (Lau Kar-Leung), percatándome en seguida que había contemplado una película distinta, donde la acción y las escenas de luchas cuerpo a cuerpo, tan importantes en las tramas del cine de este género, quedaban en un plano accesorio, siendo la historia y el culto a la filosofía zen el eje principal del argumento. Ese era uno de los rasgos distintivos, la presencia de un guión preciso y milimétrico como un reloj suizo, plagado de proverbios chinos que invitaban a la meditación, existiendo una exaltación al carácter purificador y redentor del budismo, unido igualmente al empleo de trazos de filosofía confucionista. Para un amante del mundo interior que desprenden las artes marciales, ésta es su película.
La cinta comienza con la típica exhibición marcial de la estrella protagonista, al modo del Jackie Chan de El estilo de la serpiente y la grulla de Shaolin, donde Gordon Liu hace gala de su extraordinaria maestría en el manejo de la espada y lanza oriental y su enigmática fuerza capaz de romper con sus puños el agua que cae en cascada. Podemos dividir la trama de la cinta en tres partes. En la primera el film adopta los paradigmas del cine de aventuras, situando la historia en el Cantón chino ocupado por las fuerzas Tártaras. La invasión es combatida en la clandestinidad por los hombres de la escuela de Ho Kuang-han, un viejo maestro que tiene como alumno aventajado al combativo Liu Yu-te. Tras fracasar un intento de atentado contra el General Tártaro enemigo, el ejército opresor emprenderá una dura represalia contra la escuela de Ho y sus discípulos matando a sus principales miembros y asesinando al padre de Liu. Éste se ve obligado a huir del pueblo encarando su rumbo hacia el mítico templo de Shaolin habitado por los legendarios monjes budistas maestros del arte del Kung fu, con el objeto de aprender el noble arte marcial shaolin como instrumento para satisfacer su ansia de venganza.
La segunda parte del film se inicia con la llegada de Liu al templo. En el recorrido de la formación de Liu se sitúan 35 cámaras que los jóvenes aprendices deben sortear para completar su formación marcial. La impaciencia de Liu chocará con el carácter trascendental de los monjes que enseñarán a Liu la filosofía budista basada en la paz interior, que topa con la sed de venganza del bisoño monje. Liu llevará a cabo una larga instrucción de más de siete años en la que gracias a su tesón e inteligencia llegará a buen puerto. Finalizada la etapa formativa, Liu intentará convencer a los monjes para que le dejen crear una nueva cámara dedicada a la enseñanza del arte marcial a los lugareños del pueblo para poder así vencer a las fuerzas tártaras. Sin embargo, el carácter neutral de los monjes obliga a Liu a abandonar el templo, del que es expulsado por su carácter vengativo. Liu regresará a su pueblo natal para diseñar junto con los antiguos supervivientes de la escuela Ho su ansiada venganza.
Si bien el planteamiento inicial de la película se asemeja al cine puro de acción de la Shaw Brothers, al estilo de Los cinco venenos, El espadachín manco o La furia del tigre amarillo, cuyas tramas bebían del western americano sustituyendo la figura del pistolero vengativo por el del luchador descastado, la sinopsis se transforma adoptando los paradigmas de cine filosófico cuando la acción se sitúa en el templo budista. Las escenas de luchas a espada y peleas operísticas de la primera parte, extraordinariamente filmadas en espectaculares decorados, son sustituidas por una historia intimista en la que el ansia de venganza de Liu se aplaca por las enseñanzas de los monjes y por su paso por las estancias de las cámaras shaolin, en las que el arte del dar cera, pulir cera y el trabajo diario sirven de mecanismo para fortalecer el cuerpo y el espíritu de los monjes.
Liu aprenderá que una pluma puede tener más fortaleza que un león templando sus demonios interiores para aplacar su impetuosa fogosidad. Chia-Liang describe con maestría la vida en el santuario budista en el que el Kung fu solo es un medio de esparcimiento que sirve de antídoto contra el letargo que provoca la meditación, siendo el aprendizaje del arte marcial una actividad accesoria a la actividad principal de los monjes, que no era otra que el rezo y el ensimismamiento característicos de la religión budista. El cineasta chino abusa del zoom —rasgo propio del cine de la Shaw Brothers— y de un montaje sincopado en el que los cortes de la tijera siguen el ritmo de los puños y patadas de los contendientes. Muy llamativos son los decorados, que ayudan a crear una atmósfera realista y que no se olvidan del más mínimo detalle para describir la vida en el monasterio Shaolin —incluyendo esvásticas budistas, faroles de papel y pequeñas esculturas de ídolos—.
La última parte abandona el intimismo para retomar el cine puro de acción y venganza, ornamentando la fábula con espectaculares escenas de lucha con espadas y lanzas y culminando la película con una grandiosa escena de enfrentamiento entre el héroe y el villano en las orillas de un terreno montañoso que pone la guinda de acción para disfrute de los amantes del cine de artes marciales. Destaca la genial interpretación de un joven Gordon Liu, poseedor de una espléndida forma física que se adapta a la perfección a los retos físicos que se plantean a su personaje. Mis cámaras shaolin favoritas son la de los troncos flotantes que deben superar los monjes para acceder al comedor sin hundirse en el intento, la del golpeo del gong con una barra flexible al ritmo de los tambores budistas y la del ojo de nuestro héroe que debe seguir una zigzagueante vela (prueba ésta no apta para sufridores de estrabismo). Toda la parte del adiestramiento está dotada de un extraordinario ritmo y humor por lo que a pesar de no ofrecer grandes escenas de lucha, será del gusto de los incondicionales del cine de acción.
El cine de artes marciales alcanzó la cúspide artística con Las 36 cámaras Shaolin, cinta que goza de la enorme virtud de aunar el cine de aventuras con el cine trascendental, otorgando a la trama tanto de escenas rimbombantes de feroces peleas como de secuencias encaminadas a embellecer el karma del oyente. La película la disfrutarán los amantes del cine de la Shaw Brothers, pero también resultará atractiva para los espectadores que simplemente quieran pasar un rato entretenido y disfrutar de una película espectacular técnica y visualmente con sabor a filosofía oriental. Extraordinario legado el que nos dejó Chia-Liang Liu. Te extrañaremos maestro.
Todo modo de amor al cine.