Pocos espectáculos audiovisuales pueden competir en cuanto a capacidad hipnótica con los fuegos artificiales. Sean estos lanzados en grandes eventos o en modestas fiestas mayores siempre generan el mismo efecto: la mirada fija, la fascinación por las formas, los colores, la sinfonía que, en mayor o menor medida, crean visualmente. Hay algo mágico en ellos, como si fueran un transporte hacia otros mundos, otros lugares que en la mente individual conforman un imaginario propio y que, como si fuera una mente colmena, crean una conciencia colectiva de ensimismamiento feliz.
Pero tampoco cabe llevarse a engaño, los fuegos artificiales tienen a veces mucho de artificioso, de apariencia y poco de fuego, de pasión, de significado más allá de la mera apariencia estética. Por ello resulta sumamente complicado realizar un espectáculo de esta índole donde el conjunto consiga aunar el mero artificio estético con la intencionalidad artística que los dote de sentido.
Largo viaje hacia a la noche parte ya desde su título de una vocación poética que se emparenta directamente con la pirotecnia, un título que invoca y evoca a algo poético desconocido y, al igual que el ruido provocado por las palmeras de fuego en el cielo, puede resultar también aterrador. Bi Gan plantea pues una propuesta que es lanzada a modo de puñal directamente a la sugerencia de una belleza por descubrir, a un enigma por resolver.
El punto de partida nos traslada directamente al mundo del ‹noir›, de la música jazzística, de los bajos fondos, del humo de un cigarro tan vaporoso como la búsqueda de la ‹femme fatale›. Una pesquisa que no solo es detectivesca en el sentido estricto de la palabra sino que se sumerge en los vaivenes del tiempo. Una historia de un desencuentro pasado que se refleja en una casi imposible reunión presente. El presente y el pasado parecen fusionarse en un espejo cuyo reflejo no es mimético ni inverso sino que devuelve la imagen de los estragos que el tiempo provoca en las personas, en los sueños, en la utopía irrealizable de un sentimiento. El amor ya no es un ideal sino una quimera con entidad propia que parece regocijarse ante los intentos desesperados de capturarla y que, con calculada indiferencia, siempre está dos pasos por delante de sus cazadores.
Llegados a este punto Bi Gan opta por dar a su protagonista el agotamiento y la consciencia necesaria para entrar en la exploración interior de sus motivaciones. El amor como tal desaparece de la ecuación y lo que queda es, efectivamente, el largo viaje hacia la noche de uno mismo, la exploración de un subconsciente donde buscar las respuestas a las motivaciones que le han llevado a tal extremo.
La búsqueda pues ya no es la de un sentimiento metaforizado en una persona ajena, sino más bien un camino de autodescubrimiento, de piezas de un puzzle que en el mundo subconsciente toman formas totémicas enfrente de la inanidad aparente que representan en lo representación de lo real.
Es en este tramo donde el concepto de fuego artificial toma todo el significado (y significante) a través de una arriesgada estructura formal que, más allá de la virguería técnica del plano secuencia en 3D, propone un inmersión total en el bucle, en un laberinto interior de difícil salida que merece, sin embargo, una exploración minuciosa de cada detalle, de cada palabra dicha, insinuada o sutilmente dejada fuera de plano.
No se trata pues aquí de resolver un misterio, de plasmar una resolución convencional a lo genérico del ‹noir›, sino más bien ampliar el campo de la percepción, dejar volar libre la interpretación a través de una contradicción: contra más exhaustivo es el seguimiento del protagonista, contra más obsesiva se vuelve la circularidad de su paisaje onírico, más libre y más interpretativa se vuelve la percepción que tenemos de ello.
Cierto es que tanto el torrente de imágenes como la propia estructura formal pueden resultar por momentos tan agotadoras como el aparentemente inacabable periplo al que asistimos. Sin embargo estamos ante una invitación a, más que a visionar una película, a vivir de primera mano una experiencia que no tiene que ver con la empatía sino con la entrada directa al alma de su protagonista, como si, en realidad, esto fuera más allá del 3D para convertirnos directamente en los protagonistas de este a ratos sueños cautivador, a ratos densa pesadilla sin salida.
Largo viaje hacia a la noche es, sin duda alguna, arrolladora, exuberante y tan hipnótica como los fuegos artificiales a los que hacíamos referencia y, sin embargo, contiene una intimidad, una sutileza y un gusto por lo mínimo como esa bengala que, en el último plano, cierra el film y que es la expresión metafórica de la película: fuego, pasión y forma puestos al servicio no de la grandilocuencia sino de la escala humana.