L’arbre de l’authenticité (Sammy Baloji)

Colonialismo y ambientalismo desde una mirada africana contemporánea

Es posible que una de las lecturas más ilustrativas sobre la atrocidad colonialista europea en el continente africano sea la novela descomunal de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas. Su narración de la devastación moral de aquellos insaciables comerciantes de marfil en el Congo belga consigue transmitir toda la crudeza del abuso y la explotación extractiva sin límites. Pese a todas las salvedades que se le puedan hacer al discurso del autor respecto a su posicionamiento occidental, etnocéntrico y sabedor de su superioridad impuesta, que como muchos críticos han señalado, no es capaz de esquivar la conversión de los africanos en meros seres infrahumanos, testigos mudos de su propia dramática Historia, la atmósfera tétrica e irrespirable que domina su relato asfixia por el tremebundo desequilibrio existencial entre conquistadores y conquistados.

Y por supuesto, el valor literario y filosófico de la cumbre de Conrad, que es incuestionable y se podría interpretar como uno de los primeros conatos de desmitificación de la intervención salvadora de la Metrópoli en sus pobres territorios de ultramar, invita a compensar la desigualdad epistemológica del lado de aquellos que no se pudieron contar. Siguiendo esta senda transitada, pero a todas luces todavía insuficiente, el fotógrafo y video artista congoleño Sammy Baloji ha realizado su aportación, que ha sido galardonada con el Premio Especial del Jurado del Festival de Roterdam. Precisamente el mismo año en que la celebrada realizadora franco-senegalesa Mati Diop ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín con la brillante Dahomey, otro viaje hacia los orígenes y las cuestiones esenciales del colonialismo, acompañando a veintiséis reliquias reales del reino de Dahomey desde Paris hasta su país de origen, la actual república de Benín.

Si en el análisis de Diop los tesoros arrebatados por el invasor blanco tenían la materialidad de los objetos sagrados, con todo el significado simbólico en el plano cultural que se les atribuye, en este potente ensayo fílmico Baloji va a asentar su crítica discursiva sobre la magnificencia de los monumentales árboles de su tierra, y su destrucción y pérdida en la zona de Yangambi, en el mismo corazón de la cuenca del río Congo. Con este objetivo, parte de un invaluable hallazgo, la recuperación de los registros científicos manuscritos extraídos de los diarios guardados entre 1937 y 1958 en la estación biológica de Yangambi, por parte del biólogo de la Universidad de Gante, Koen Hufkens. En estos estudios se evaluaron centenares de ejemplares de ese territorio, quedando perfectamente documentada la capacidad de la selva para absorber el destructivo dióxido de carbono.

El director comienza la película con un prolongado epígrafe sobre un artículo del periodista ambientalista Daniel Grossman, que explica el descubrimiento de Hufkens. Y sustenta la narración sobre una voz superpuesta narradora, vehiculada a través de tres interlocutores, que se corresponden con la estructura en tres partes del nudo del relato. El primero es el agrónomo congoleño Paul Panda Farnana (Edson Anibal), considerado el primer intelectual del país. El segundo, el ingeniero agrónomo belga Abiron Beirnaert (Diederik Peeters), primer director de la división de aceite de palma del Instituto Nacional de Estudios Agronómicos del Congo Belga. Y el tercero un guía turístico, al que Pierre Van Steene presta su voz. Es importante destacar que en cada uno de esos tramos, la expresividad y las texturas vocales de cada uno de los que cuentan ejemplifican los diferentes puntos de vista que admite el análisis historiográfico del hecho colonialista. Mientras uno transmite cercanía, interés y preocupación por la comunidad y su entorno natural, los otros tienden a la trivialización y la superficialidad propias de la explotación laboral normalizada o de los reclamos vacacionales exóticos. De este modo, la película entrelaza testimonios personales y análisis científicos para construir la trazabilidad de los efectos perniciosos duraderos de la colonización belga, no solo en las vidas humanas, sino también en el medioambiente.

Baloji hace valer su trayectoria precedente —recordemos, es conocido principalmente por sus fotografías sobre la historia de Lubumbashi en el siglo XX, como Mémoire, the Album y la serie Kolwezi, en las que explora el pasado colonial de su ciudad natal bajo el dominio belga, desde el control del rey Leopoldo II hasta su posterior traspaso a la Union Minière du Haut-Katanga—, en unas estampas cautivadoras, que alternan hermosos planos del paisaje selvático con imágenes de materiales de construcción, operarios contemporáneos y atisbos de amplios espacios industriales abandonados y decrépitos. Es así como la dualidad de enfoques en las voces, se alía por la imagen con dos cosmovisiones en conflicto, la fuerza ritual y ancestral de los pueblos originarios, aliados con los ritmos inescrutables de la naturaleza indómita (del cielo protector, de la luna exultante y de la noche reparadora). frente a la explotación laboral, calamitosa y cruel, para extraer el muy denostado aceite de palma —y de paso extender el depredador monocultivismo—, que actualiza en el presente los testimonios gráficos en banco y negro de la dominación pasada, siempre acompañados por un tono lúgubre y siniestro. Además, la introducción del agua robusta del río adiciona un halo misterioso en torno a la muerte de Beirnaert, que alimenta todo tipo de especulaciones sobre lo que ocurrió allí en realidad.

Es entonces, en el trance más descorazonador del film, cuando Bajoli nos sorprende con un nuevo punto de vista. El objetivo de su cámara se ajusta, se retrae para acercarse, y se focaliza en esos árboles milenarios, en sus troncos con sus cortezas resecas y llenas de historias de vida, mientras el sonido incidental de la selva se eleva varias escalas. El que llaman Lileko, un árbol de más de trescientos años, comienza a hablarnos. Con los ecos telúricos de la naturaleza compone un lenguaje y un mensaje que el director descodifica por medio de los subtítulos. Bajoli le da voz para relatar sus memorias, para testimoniar a los científicos occidentales que pasaron por allí, al rey belga que se sentó a sus pies o a los trabajadores que lo utilizaron como reclamo en sus reivindicaciones laborales. Por fin, es el árbol de la autenticidad, el que se anunciaba en el título de la película. Es el testigo de la degradación y el exterminio natural para la industria maderera de los grandes emporios multinacionales. Vio como la gente quemaba el bosque como combustible para las ruinas de la modernidad. Y finalmente nos apela con Bajoli sobre la urgencia de la crisis medioambiental en relación con la historia colonial de la República Democrática del Congo, que es es la de todo un continente, y la de otros tantos territorios subalternos.

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