Desde hace unos años el cine húngaro parece luchar en solitario contra la situación social y política del país sin que su mirada surja efecto sobre una sociedad que parece aplaudir, según lo filmado, opciones cada vez más lejanas a las que se espera de un estado democrático moderno. Estoy recordando ahora mismo Sólo el viento (Just The Wind, 2012, Benedek Fliegauf [reseña]) o aquel experimento fallido visto hace dos años en Sarajevo llamado Hungary 2011, donde varios cineastas húngaros alertaban de la situación de su patria.
Land of Storms se suma al conjunto de películas críticas con la realidad que rodea a Hungría. Este “cine social” tiene la gran ventaja de que huye de la denuncia barata y se apoya más en modelos e ideas propias de la cinematografía húngara. Por decirlo rápido, suele huir del maniqueísmo que yo recuerdo tanto del cine español de los noventa, por ejemplo.
Y es que el inicio de la cinta no puede ser menos prometedor por la cantidad de lugares comunes con los que tememos encontrarnos; historia basada en hechos reales, homosexualidad reprimida, homofobia, etc. No debiera ser ningún hándicap, pero hay que admitir que el terreno se abona para el dramonazo paternalista sobre lo tratado y unas ganas de concienciar que raya en el egocentrismo cutre. Afortunadamente, esto es otra cosa, o al menos en buena parte del metraje se esfuerza por serlo.
Szabolcs es un chico que regresa a su país tras un intento fallido por ser una joven promesa del fútbol alemán y comienza a reformar una granja familiar para vivir tranquilo. Es entonces cuando conoce a Áron y comienza a surgir entre ellos la duda sobre su relación de amistad, ante la atenta mirada de una comunidad rural anclada en tradiciones inmovilistas y la posterior visita de un amigo de Szabolcs de sus tiempos como futbolista. Pero más que una denuncia social al uso, que también la hay, el filme prefiere retratar esa guerra interior sobre la aceptación de uno mismo, con varios viajes emocionales y obligados cuando no presionados por el medio. Incluso formalmente su cineasta, el debutante Ádám Császi, crea barreras entre los dos protagonistas tanto físicas como emocionalmente en un buen trabajo de composición. Y aunque el peligro exterior está ahí, presente en esos pueblerinos que no van a aceptar por las buenas que dos tipos vayan por ahí besándose, ya queda claro desde un inicio que la intención de su director es capturar la guerra interior que se desata en los protagonistas y su aceptación o no.
También es digno de mención como cambia el punto de vista paulatinamente de Szabolcs hacia Áron y sobre todo, la llegada de un tercer en discordia que lo dinamita todo. Desgraciadamente el guión juega a un exceso de repetición en su tramo medio y final, con una conclusión que con poca fortuna nos lleva de vuelta a clichelandia, aunque su intención está a la vista de todos. Y es que no hay peor enemigo que uno mismo y no enfrentarse a quien se es en realidad. Pero como decía, las idas y venidas de Áron pueden entenderse como un reflejo de esa lucha interior, pero acaba agotando al espectador y en el cine hay pocas cosas peor que eso.
Una lástima porque los personajes son sencillos pero genialmente construidos incluyendo los secundarios, que teniendo poco tiempo en pantalla saben ser aprovechados, como el padre de Szabolcs y el final de la trama de ambos, bien resuelta.
La casa que ambos construyen acaba por ser una metáfora de ellos, así como el propio fútbol de Szabolcs, que cuando tiene su lucha interna se ve reflejada en su fútbol para dar paso poco a poco a una armonía con Áron. Y es que no deja de ser digno de interés observar como el inicio de Szabolcs en Alemania acaba por ser un resumen de lo que luego tendrá que afrontar su amigo.
Una buena película lastrada por una repetición que termina por agotar sus ideas, pero aún así mejor que muchas películas del llamado cine social, del que sin huir del todo evita ciertos esquemas. Y eso se agradece.