El sargento Carl se cruza con un batallón de soldados alemanes en retirada tras la invasión. Cuando ve a un militar germano que porta la bandera danesa, le da una paliza hasta dejarlo medio muerto. El rencoroso suboficial acude a una nueva misión: deberá responsabilizarse de un grupo de soldados del ejército derrotado, encargados de limpiar una playa de la costa en la que los nazis enterraron, al menos, cuarenta y cinco mil explosivos. La guerra ha terminado, empieza el infierno.
Ante un film tan rotundo como este, lo mejor es despojarse de los posibles prejuicios, antes de acudir a verlo a la sala. En efecto, se trata de una historia sobre la Segunda Guerra, el conflicto mundial que, más de setenta años después, sigue dando producciones. Sin embargo, en este caso es un argumento que hasta ahora no se había narrado desde ese punto de vista, sobre las consecuencias después de la guerra; la desactivación de minas a lo ancho y largo de la costa danesa, un arsenal de muerte preparado para contrarrestar un desembarco que, como ya sabemos, se ejecutó en Normandía. Las demás ideas preconcebidas se podrían achacar al aspecto formal de la producción, rodada con una caligrafía audiovisual limpia, una exposición cronológica lineal y el horizonte vital de unos personajes que, al ser enemigos lógicos por su situación en bandos enfrentados, ahora pueden cimentar el respeto por la situación del trabajo compartido. Escrito así no hay gran diferencia entre propuestas afines a los premios de Hollywood, concretamente al de mejor film extranjero al que optaba en la edición más reciente. Ni tampoco a los voluntariosos telefilmes de calidad que algún fin de semana se cuelan en la parrilla televisiva, entre las habituales historias de terror familiares. Por fortuna para los nietos y bisnietos de aquellas generaciones, podemos seguir viendo en pantalla una guerra que no vivimos y, por desgracia continúa de otra forma, terrible también, en conflictos puntuales vigentes en la actualidad, ya sea en países de África o Asia, solo hay que rebuscar a veces entre las noticias. Batallas que muchas veces dejan estos rastros aniquiladores en las minas anti-persona que siguen cercenando vidas inocentes.
Martin Zandvliet parece saberlo, aunque deje este doloroso reflejo de hoy fuera de campo —sin evitar sugerirlo— para contar su película. Porque al haber escrito un texto tan perfecto como el que tiene entre manos, el cineasta acierta en la realización y ejecuta un largometraje de corte clásico, expuesto con claridad y comprensión universal. Pero, sorprendentemente, con resultados innovadores. El autor compone un drama de guerra con el antibelicismo que siempre refuerza el mensaje de las muestras más conseguidas del género. Con una temática que remite a joyas como El puente de Bernard Wicki. O a momentos resolutivos como los de Masacre: ven y mira de Elem Klimov, dos ejemplos acerca de la misma contienda global, cuya acción y penurias eran padecidos por niños. En el caso de Bajo la arena se trata también de adolescentes y veinteañeros tempranos, que sufren un reclutamiento crudo, desarrollado por la sucesión de rostros en primeros planos de los jóvenes nerviosos, angustiados, sudorosos, con sus manos temblorosas cuando desenroscan las espitas que detonan las minas. Y seguido por el contraplano del resto de reclutas que esperan, protegidos fuera del bunker en el que permanece su compañero antes de un feliz o fatal desenlace. Este tono más propio de un film de suspense es el que domina el metraje, con una capacidad de generar tensión, sin recurrir a esa casquería que sería evidente en un videojuego o cualquier noticiario de la televisión. Por supuesto que hay secuencias con explosiones y cadáveres, es algo cabal por lo que se narra sobre la misión suicida a la que son castigados los chicos. Sin embargo, la brutalidad está en las reacciones de los captores, en la situación comprensible de prisioneros vejados que sufrirán estos alemanes, después de haber sido cómplices conscientes o no del holocausto e invasiones infringidas a otros países.
El otro aspecto en el que se manifiesta como cine puro, es en la evolución natural del protagonista, el furibundo sargento Carl, un hombre duro que no deja de serlo, a pesar de recuperar la humanidad por la convivencia con sus prisioneros. De igual manera, la decena de jóvenes forma un grupo heterogéneo que abarca desde el líder sutil, tan inteligente como conciliador. Al patriota nazi, incapaz de reconocer la derrota de su ejército. O los hermanos gemelos que sueñan con un futuro próspero de trabajo y mujeres a su regreso. Estas psicologías se muestran con rasgos leves, confiando en la destreza de un elenco bien coordinado, la gestualidad, sus miradas y un punto de vista que los enfoca frontalmente, sin condenarlos ni engrandecerlos. Quizás sí existe cierto ensañamiento con los norteamericanos y algunos mandos daneses a la hora de mostrar la crueldad que practican, pero sin olvidar la situación de venganza que se respiraba después de más de un lustro de sometimiento a las fuerzas germanas.
Bajo la arena (Under sandet) es el título original del film, aunque en esta ocasión merece la pena la transformación al inglés que resulta de Land of Mine, una frase que puede significar tanto “mi tierra”, como “tierra minada”. Una dualidad válida para una obra bella y terrible, tal como expuso Álvaro Casanova en su apasionante análisis de la cinta. O la visión justa y descarnada escrita por Àlex P. Lascort. Para mí se antojan pocos artículos para abordar el gran valor cinematográfico y emocional que transmite este tercer largometraje de Martin Zandvliet, una joya que ahora podrá desenterrar el público.