Ganadora en Locarno del Leopardo de oro al Mejor cortometraje suizo, L’Ambassadeur & moi parte con la etiqueta de documental aunque en realidad todo lo que veamos en él parezca bastante ficcionado. Se podría calificar, pues, más como un falso documental con trazas de lo primero que como una obra ficcionada en sí, factor discutible al ser protagonizada y guionizada por Slawomir Czarlewski y Jan Czarlewski, padre e hijo, que en ella interpretan sus papeles de la vida cotidiana: el primero, es embajador de la República de Polonia en territorio belga, y el segundo, cineasta en ciernes.
Es a partir de esos roles de donde surge su faceta documental, cuando Jan decide ir a visitar a su padre mientras este ejerce su labor como embajador. Un personaje por el que el propio Jan parece sentir cierta devoción y que se ve asaltada por las preguntas de un hijo que, pese a respetarle, nos lleva a pensar que no le conoce prácticamente. No obstante, no deja de haber un tono irónico en la voz de Jan que se alza en determinados momentos al observar que la figura de su padre no parece ser tal, sino más bien un extraño a través del cual conocer su entorno y los quehaceres o satisfacción de su vida diaria.
Con esa vertiente más irónica, Czarlewski emplea un tono de comedia minimalista que bien podría remitirnos a Wes Anderson, no tanto en el aspecto más pop del cineasta norteamericano, sino en la construcción de esos personajes tan particulares que aparentan encajar en universos totalmente distintos aunque verdaderamente no sea así. A través de sus miradas y una confrontación de idearios que no parece tener colofón, llegamos a un punto donde nos topamos con una (des)humanización que nos lleva a extremos bien diferenciados; por un lado, el de Jan, al que apenas vemos en pantalla (cuando aparece es para dar muestra de la quietud y vacío que reina a su alrededor pese a haber ido a visitar a su padre) y queda despersonalizado por su herramienta de trabajo, y por otro el de Slawomir, quien evita casi todas las cuestiones lanzadas por su hijo, así como los intentos de este por descubrir los recovecos del trabajo de su padre.
El transcurso de la obra es marcado casi por la mecánica de situaciones que se repiten (y que solo rompen esa partitura en el último acto de la misma, cuando Jan decide buscar otros objetivos que capturar lejos de su figura paterna) y que terminan llegando a un final inesperadamente ácido que pone sobre la mesa preguntas de lo más jugosas en torno a la representación del cineasta. Así, los límites del cinematógrafo quedan en entredicho y la distancia entre realidad y ficción parece, más que nunca, un obstáculo a derribar en esta brillante pieza que encandilará a los más entusiastas del formato.
Larga vida a la nueva carne.