A mediados del siglo XIX, la doncella Katherine se casa por poderes con Alexander, un señor que dobla su edad. Boris Lester preside la boda y la mansión. Es el patriarca, un hombre viejo que quiere tener descendencia. La misión de la joven es darles un heredero. Para conseguirlo es recluida en las propiedades bajo una férrea vigilancia. Por fortuna para la desposada, su marido viaja para atender negocios en otras propiedades. Los compromisos comerciales que dan cierta libertad a Katherine, son interrumpidos por la brusca llegada del suegro, dispuesto a imponer su autoridad, más propia del sistema feudal y el trato esclavista, que del año 1865 en una comarca inglesa.
Las ideas preconcebidas se desvanecen al comenzar la ópera prima de William Oldroyd, director de varios cortometrajes previos. No hay claves que arrojen luz a través de ninguno de sus fotogramas sobre las coyunturas actuales económicas, ni estratégicas cercanas al brexit, aunque se pueden rastrear detalles subterráneos acerca del orgullo o la soberbia. Tampoco existe una fascinación hacia William Shakespeare, el escritor universal y eterno, quizás no más allá del homenaje claro a una de sus obras más importantes, algo que ya estaba contenido en el título de la novela corta escrita por Nikolai Leskov y adaptada por Alice Birch. Despojada de posibles distracciones externas, la producción ofrece una hora y media de cine a corazón abierto, sin concesiones, solo con el rigor narrativo y la apuesta en un texto sólido que ya fue rodado en varias ocasiones desde el cine mudo, incluyendo una versión de 1962 a cargo de Andrzej Wajda —Lady Macbeth en Siberia—.
Oldroyd y Birch se mudan con los personajes a Inglaterra para exprimir las tripas del relato. Siguen una corriente practicada ya en esta década del 2010, que va concluyendo. Recurren a la esencia literaria, la depuración de dramas románticos clásicos, como hizo Andrea Arnold en Cumbres borrascosas, Cary Joji Fukunaga en su fantasmagórica Jane Eyre o Mike Newell durante algunas partes de Grandes esperanzas. Con mejores o medianos resultados, todos esos films le dieron una vuelta formal, tal vez sensorial, a historias ya conocidas por sus numerosas traslaciones a la pantalla. En Lady Macbeth el tratamiento naturalista que enmarca una ambientación saneada, justa en su esplendor, creíble por su falta de ostentación. Sin embargo son el ‹atrezzo›, vestuario, caracterización y decorados los que nos ubican sin trampa en la época transcurrida. La fotografía se apoya en el sol que pasa a través de las ventanas, luz de gas, candiles y cielos cubiertos para iluminar los paisajes e interiores. No hay necesidad de crear una apariencia monocroma forzada que asimile la apariencia visual del film al de otros contemporáneos. La gama de colores suaves que se plasman en pantalla no se entierran, sin que se intensifiquen más allá de los tonos azules y verdes que brillan en los vestidos de la protagonista. O en los campos que recorre sola o junto a otros personajes, paseos entre flores, huidas hacia lagunas que se perfilan desde un horizonte indomable. Proyecciones psicológicas de los elementos y la naturaleza, que amplifican las personalidades de Katherine, Sebastian y Anna.
Mientras que la banda sonora ofrece una partitura musical ausente casi toda la película, usada suave y ocasionalmente. La cinta se refuerza con los sonidos del viento, la lluvia, las pisadas por los pasillos, escaleras, cobertizos, demás efectos y ruidos que desarrollan el clima, la evolución emocional del metraje. Terrorífica y casi insoportable en pasajes como son la cena de la joven con su sirvienta, mientras se escuchan los golpes y arañazos en la puerta del comedor. O ese péndulo del reloj de pie en la sala, que marca infatigable, la lentitud de los segundos en la mansión.
El director consigue un largometraje honesto, brutal sin necesidad de violencia gratuita ni frontal. La enfoca en planos fijos, generales, buscando un punto de vista respetuoso que no se acerque al sufrimiento del niño agonizante. Tampoco sin edulcorarlo, proporciona la energía e instinto de supervivencia en esa secuencia terrorífica. El fuera de campo ya comentado en la cena, que llega a cotas escalofriantes. Son ejemplos que dan valor a este trabajo desnudo sobre la pasión, la crueldad, el despotismo, la rebelión, el enfrentamiento entre clases sociales y la revolución de la mujer. Gracias a un reparto que comprende los personajes como seres vivos, irracionales, furiosos, salvajes, comprensivos, supervivientes, dubitativos en torno a esa fuerza del entorno personificada en Katherine. Actores que se agrupan a un realizador que planifica los encuadres con precisión geométrica pero sin artificiosidad. Por el cambio de planos y secuencias discurre la melodía interna de una cámara a pulso, en movimiento aunque sin temblores ni arrebatos innecesarios. Una cadencia bien marcada por ese ritmo que no traiciona la velocidad pausada de la narración, ni tampoco pone a prueba la paciencia del público, unos espectadores más preocupados en recuperar el aliento o reaccionar ante la serie de acontecimientos. Una cinta que revela a un cineasta notable, que ojalá no pierda en próximos trabajos sus facultades para mantener el interés y atención con una materia prima tan áspera, tan directa y sin concesiones.