Un poema persa rezaba que lo que los viejos pueden ver en un ladrillo, los jóvenes pueden verlo en un espejo. Sin duda un proverbio misterioso, intrigante y pleno de poesía y simbolismo. A partir de esta hermosa proposición que invita a la reflexión el cineasta persa Ebrahim Golestan construyó una de las obras clave del cine iraní previo a la revolución de los Ayatollah. Un Irán sumido en la corrupción de una administración viciada al servicio de los intereses de occidente como fue la encabezada por la familia de Mohammad Reza Pahlevi (el último sha de Persia). Ante un panorama social deprimente y achacoso construido bajo los designios de la desesperación y la angustia existencial, tuvo lugar un movimiento regenerador en el ambiente cultural del Teherán de los sesenta encabezado por una serie de intelectuales muy críticos con lo que sus incisivos e insatisfechos ojos observaban. De entre este grupo de valientes autores destacó Ebrahim Golestan, un cineasta y escritor marcado por una fuerza distintiva que le llevó a convertirse en un personaje incómodo y por tanto apartado de la popularidad por parte de las autoridades de su país. Su voz discordante provocó su exilio forzoso a Inglaterra a finales de los setenta. País que aún acoge los nonagenarios ojos de un artista divergente y maldito cuyas obras surgen con cuentagotas de entre las fauces de la censura más indiscriminada.
Ladrillo y espejo no solo es una obra cumbre y esencial del cine persa, sino que igualmente se destapa como uno de los más poderosos retratos jamás forjados en el mundillo del cine acerca de la desesperanza, la falta de expectativas de una juventud atrapada en un destino en el que no hay futuro y la total falta de humanidad inherente en esas sociedades integradas por unos ciudadanos carentes de valores y principios abandonados pues a la corrupción, que convierten la repulsa al prójimo en su único dogma de vida. Porque uno de los puntos que más me fascinan de esta pieza clave del cine social es el dibujo que ofrece de un Teherán fantasmagórico, tenebroso y taciturno. Una capital sumida en un caos consciente habitada por unas razas de noche que alumbran su derrota entre claro oscuros, luces de neón y antros de mala muerte.
Y es que Ladrillo y espejo anticipa con diez años de antelación ese mensaje visionario pintado por Martin Scorsese acerca de la pérdida de humanidad así como de la inmundicia y miseria moral presente en las cloacas de esas grandes y hostiles urbes observadas a través de la mirada pesimista de un taxista. Un retrato que en los años setenta plasmaría el autor de Malas calles en su Nueva York de Taxi Driver. Tanto en la cinta iraní como en la americana el conductor del taxi protagonista se convertirá en un símbolo que reviste la forma de una víctima asqueada por la soledad y la contemplación de la pornografía más infecta que se juega cada día la vida en una jungla morada por una serie de depredadores de diferente pelaje viciados por la corrupción y el déficit de valores humanos. Una carestía moral innata a unos ciudadanos que adoptarán la figura de unos competidores hundidos en un entorno irrespirable y por tanto incompatible con la supervivencia.
La película arranca con un plano muy sugerente, esbozando una foto de una avenida de Teherán alumbrada por unas inquietantes luces de neón que dan brillo a una noche atestada de coches que se dirigen sin rumbo fijo hacia un lugar desconocido. De entre esta marabunta surgirá la figura de Hasheme, un taxista hastiado por ese duro trabajo diario que por fin parece finalizar en la oscuridad de la noche.
Un soliloquio pronunciado por el taxista nos definirá el talante de este personaje: el de un cansado trabajador perteneciente a esa pujante juventud iraní que choca de frente contra un sistema que no ofrece garantías para la realización personal. Un empleado de taxi consumido por la observación de los sumideros más fétidos y putrefactos de la ciudad fomentados por la opacidad y la dureza de la noche —ello exhibido mediante un monólogo que creo pudo inspirar a Scorsese para su obra maestra, en virtud de las cristalinas conexiones que emergen entre las escenas de apertura de estas dos películas reseñadas—.
Sin embargo el último trabajo del día complicará la existencia de Hasheme. Así, tras recoger a una cliente embutida en una Hiyad que oculta el rostro de su poseedora, el taxista trasladará a su misteriosa contratante hacia un apartado descampado ausente de señales de civilización sito a las afueras de la capital . Pero tras la salida de su cliente del auto, un ruido alterará la tranquilidad del interior del taxi. Se trata del llanto de un bebé que ha sido abandonado por la misteriosa mujer en el asiento trasero del vehículo que conduce Hasheme. A partir de este hecho, la película mostrará la odisea de Hasheme en su intento de localizar a la mujer que decidió abandonar a su suerte al bebé dejándolo al cuidado del ingenuo y bondadoso taxista.
Este punto de referencia, el abandono de un bebé y la posterior búsqueda que iniciará Hasheme a lo largo de todo un día para tratar de averiguar quien se escondía debajo de ese misterioso Hiyad que vestía a su último cliente, será aprovechado por Ebrahim Golestan para cocinar un film muy ambiguo con reminiscencias de una homérica odisea discurrida a través de unos parajes dantescos rebosantes de hiriente realidad donde se siente en todo momento la inspiración literaria de un guión, escrito por el propio Golestan, que bebe de los grandes autores de la novela europea del siglo XIX. Ladrillo y espejo, siendo una película que apuesta claramente por esa sencillez doctrinal adscrita al movimiento neorrealista más extremo, terminará derrotando su envoltorio visual hacia esas vanguardias que surgieron en la década de producción de la misma haciendo gala de una técnica de montaje que evoluciona hacia esa Nouvelle Vague primitiva conectada igualmente con ese prisma iconoclasta y rompedor propio de las nuevas olas del cine centro-europeo de los sesenta.
De este modo la cinta avanzará siguiendo los pasos en todo momento del pobre desgraciado de Hasheme, el cual vivirá una aventura en la que se topará con toda una galería de inquietantes personajes que adoptarán el rostro de ese Teherán desalmado y despreocupado abandonado a los placeres de la carne y a la derrota de todo intento de cambio. En este sentido conoceremos a una prostituta inmersa en un estado de catatonia y locura quien podría ostentar la personalidad de esa madre temerosa por el porvenir de un hijo no deseado. Igualmente conoceremos a los indolentes y apáticos amigos de Hasheme, quienes representan a esa juventud vacía e indiferente con los problemas de los demás. Una juventud solo interesada en la diversión, el desenfreno y el ocio que no dudará en bromear con la desgracia de su fiel amigo y compañero Hasheme en medio de pretenciosas discusiones intelectuales acerca de Dostoievski y otros grandes poetas cuando éste acuda en busca de su consejo en un saciado tugurio de striptease y fumadero de opio. Visitaremos junto a nuestro héroe una putrefacta comisaria de policía dirigida por un descreído comisario donde un oscuro doctor que ha sido objeto de un intento de robo por un par de hombres, será interrogado en relación a la muerte de un bebé en extrañas circunstancias acontecida dos semanas antes —de forma muy subliminal Golestan dará a entender que en realidad esa muerte fue provocada por un aborto dirigido por el doctor—. Unos guardianes de la ley y el orden que tampoco ofrecerán a Hasheme ningún tipo de ayuda ni asesoramiento en la resolución de su caso, sino que se mostrarán más interesados en mantener la sordidez ambiental en base a la conservación de un ‹statu quo› y aceptación de la desgracia sostenedor de esa tranquilidad no sujeta a amenazas emanadas de lo disconforme.
Y así a Hasheme no le quedará más salida que acudir en busca de su novia, una joven desdichada e insatisfecha con una relación basada en el disfraz y en las máscaras sociales que imponen esos convencionalismos amparados en el martirio liberal y la decencia sexual. Una muchacha que será el único soporte real de un Hasheme que sentirá la falta de escrúpulos y solidaridad presente en una sociedad construida bajo los cimientos de las apariencias, la falta de libertad y la represión. Una prohibición que inducirá a los ciudadanos a explotar dentro de las cuatro paredes de sus hogares los vicios más perniciosos ocultos a los ojos de una nación aparentemente moldeada en base a la virtud y el pudor en su contorno externo.
En esta línea de cine crítico y valeroso, Ladrillo y espejo sale triunfante del envite gracias al talento de un Golestan que no dudó en jugarse la carrera apuntalando una obra tan demoledora como osada que se eleva como un profundo lamento del fracaso de una nación levantada con muros diseñados mediante una vergonzante hipocresía que exhibe en su superficie una adulterada felicidad camuflada de progreso y desdén. Y es que Golestan no deja nada a la zaga, apostando por ahornar una derivada escorada hacia un redentor lirismo poético para lanzar un grito abatido que atestigua la inexistencia de reparos en un ser humano guiado por la inmoralidad y la depravación. Una lacra que estallará en la cara del espectador en unos diez minutos finales que golpearán como un puñetazo hiriente el corazón del más indiferente. Unos últimos minutos de tono documental salpicados de la realidad más aterradora que ofrecen un testimonio fidedigno de los padecimientos y carestías que resienten a los seres más inocentes que habitan este cruel planeta sin trampa ni cartón, retirando esa careta que las autoridades quieren que no veamos. Porque como buen crítico insatisfecho con la sociedad que le tocó vivir, Ebrahim Golestan era conocedor que el único camino posible para remover los cimientos colectivos desde una revolución visceral se fundamentan únicamente en la contemplación sin censura de esas vejaciones inaceptables que remueven conciencias. Sin duda Ladrillo y espejo es una obra maestra necesaria que no pueden perderse.
Todo modo de amor al cine.