Inicio la reseña destacando que aún me encuentro en estado de shock pasadas veinticuatro horas de la visualización de este desgarrador docudrama dirigido a principios de los años noventa por el cineasta moldavo Artour Aristakisian titulado Ladoni (Palms en su traducción al inglés). El poder de sus impactantes y durísimas imágenes aún resuenan en mi conciencia y soy incapaz por ello de desprenderme de ese halo de derrota, inhumanidad, miseria y porque no decirlo, terror que inundan el apocalíptico metraje de esta obra suprema del cine documental. Creo que únicamente he sentido esta misma sensación con otros dos mediometrajes documentales con los que Ladoni comparte no pocos puntos en común: Las hurdes, tierra sin pan —ese magnífico mediometraje que legó al cine español el genio Luis Buñuel— y La casa es negra —esa magnética obra centrada en dibujar la vida en una leprosería del Irán de los años sesenta que constituye sin duda una de los monumentos más poéticos y reveladores de la esencia humana—. Tal como retrataban estas dos obras maestras del cine, en Ladoni igualmente hallaremos la intención de su autor en plasmar en imágenes el lado más feo y sucio de la vida de una forma realista y evocadora. Esa parte de la existencia marcada por el sufrimiento, el dolor, la indigencia y la carestía de toda posesión material que aparta la mirada de la clase más materialista y egoísta carente de todo halo de caridad y solidaridad. Esa parte e la existencia que no interesa ver en los telediarios ni en los programas de televisión cuya realidad ignoramos para fortalecer nuestro efímero bienestar y tranquilidad moral. Esa parte de la realidad a la que escupimos nuestro odio a lo diferente y excluido de los convencionalismos socialmente aceptados por esa fuerza invisible que se denomina sistema que no duda en calificar como enemigo a todo miembro que forme parte del grupo anti-paradigma impuesto de manera obligatoria por esos grupos de poder internacional cuya mano invisible gobierna los designios de la mayoría del mundo occidental bajo la política del miedo y la opresión.
También me resulta tremendamente enigmática la personalidad del cineasta que cimentó esta obra maestra. Y es que mis pesquisas acerca de quien se esconde detrás del nombre de Artour Aristakisian han sido bastante vanas. Apenas existen escritos que permitan alumbrar quien es la persona que responde a este exótico nombre que determina un indomable autor moldavo de casi nula filmografía (únicamente compuesta por la cinta protagonista de esta reseña y por otra obra filmada en el año 2001 titulada Mesto na zemle). Sin duda, Aristakisian forma parte de esos directores de presencia mesiánica que se hacen de rogar a la hora de volver a retomar su carrera en el marco de las producciones cinematográficas, hecho que en mi caso acrecienta su halo de misticismo y misterio. Ladoni fue su ópera prima que a su vez sirvió al moldavo como trabajo de licenciatura en la legendaria Escuela de Cine de Moscú, hecho que denota el carácter intrínsecamente experimental que brota del film. Por el modo de construcción de la cinta, se desprende que Aristakisian reviste la concepción de un filósofo metido a cineasta, más interesado en cincelar en imágenes un compendio en el que insertar las reflexiones humanistas que más le interesan transmitir a su posible receptor a la vez que atraído por el impacto emocional claramente impresionista de unas imágenes que buscan el estremecimiento y el escalofrío del espectador, rompiendo para ello los paradigmas clásicos comúnmente aceptados a la hora de tejer una obra con los mimbres tradicionales de narración.
Así pues, Ladoni se edifica como una especie de ensayo positivista acerca de la pobreza (tanto económica como moral) que emergía en un antiguo bloque socialista que acababa de desprenderse de la ordenación política comunista en favor del encuentro con esa supuesta modernidad y libertad que acarrearía la apertura hacia el sistema occidental liberal y capitalista. Esto es así, ya que la cinta se rodó justo durante los primeros pasos del nuevo trayecto político encaminado por la Federación Rusa presidida por el peculiar Boris Yeltsin —más recordado hoy en día por sus públicas borracheras, pellizcos a secretarias, chistes periodísticos a la vera de Bill Clinton y bailes de San Vito en mítines políticos que por sus logros políticos—. Resulta por tanto indisociable el mensaje crítico y de denuncia que contiene el film con el momento histórico en el que fue rodado —muy en la línea con esa otra obra de referencia que denunciaba las funestas consecuencias del capitalismo en una sociedad rusa que no estaba preparada para soportar los efectos depredadores del mismo como es la magnética Los niños de la estación Leningradsky—, si bien uno de los puntos que más me seducen del film es que esta señal reveladora es rubricada por Aristakisian de un modo muy ecléctico puramente humanista, tiñendo a la misma con un disfraz que mezcla tanto el renacimiento religioso, pero tocando a su vez la anarquía, el ateísmo o la ilustración, rociando con multitud de matices cartesianos que hacen dudar pues de cual es la verdadera ideología que domina el film. Por tanto la cinta no trata de defender una posición concreta, sino que dejará que sea el propio espectador a través de las sensaciones que provocan las imágenes y la narración del film, el que termine moldeando su propia opinión y esto es algo que me parece realmente enriquecedor e inspirador que convierte así a esta película en una experiencia intelectual de primer orden. Y es que, aunque la voz que narra en forma de epístola la cinta lanza ciertas proclamas que ensalzan una visión muy localizada del ordenamiento social, dichas palabras caben dentro del espectro ideológico que hace de la solidaridad su esencia (espectro que puede caber tanto en el cristianismo misionero como en la izquierda comunista, eso sí, todos ellos entes que se sitúan al margen del sistema establecido, punto central que emana del mensaje del film, este es, la confrontación contra el sistema y la veneración a lo marginal como medio de realización del individuo).
La cinta se estructura en dos partes, divididas a su vez en diez capítulos, formando una estructura literaria que se asemeja a la del texto sagrado del cristianismo: La Biblia. Así, como en el texto base del cristianismo, Aristakisian fragmenta su obra en un Antiguo y un Nuevo Testamento que da voz a los mansos y marginados del Sistema, adquiriendo por tanto la figura de un apóstol resuelto a dar fe de las vivencias de su Señor, en este caso, señores que visten las roídas ropas de los mendigos que campan por los deprimidos barrios de chabolas y calles de la capital moldava Chisináu, tras el derrumbamiento del Régimen Comunista. En este sentido, el film arrancará con las imágenes extraídas del Quo Vadis de 1925 mostrando los mandamientos existentes en el año 28 después de Cristo, un mundo dominado por la barbarie del circo al que los fogosos ciudadanos romanos acudían a ver como los leones devoraban a los cristianos ante las risas del César Nerón. Las impresionantes y violentas imágenes del film silente, darán paso a continuación al primer capítulo del film, en el que Aristakisian demostrará que la inhumanidad de la Antigua Roma aún se hallaba presente en la Moldavia de los noventa dada la exclusión social a la que se han visto abocados los nuevos cristianos de la era romana que no son otros que los mendigos, discapacitados físicos y psíquicos, totalmente olvidados por el nuevo orden, que por tanto son considerados unos despojos que deben eliminarse a través del insecticida que procura el olvido y la marginalidad.
A partir de este momento, la obra adoptará la forma de una carta epistolar narrada por un padre a su futuro hijo aún cobijado en la matriz materna, epístola con la que el futuro progenitor tratará de ilustrar a su vástago las características que sobresalen y tejen el mundo occidental que se encontrará al nacer. Un mundo al que venimos con dolor y en el que caminaremos bajo el influjo de la opresión del sistema, concentrados en adquirir objetos inútiles que algún ser superior nos ha obligado a adquirir (claro traslado al mundo actual de la tecnología, los alienantes móviles que atontan a la sociedad más concentrada en enviar estúpidos whatsapp a desconocidos a los que no han visto en su vida que en conocer realmente a nuestros semejantes). Un mundo en el que cuanto más poseemos más esclavos seremos de un sistema que se autoalimenta del consumo compulsivo y alocado de los ciudadanos que lo sustentan. Por tanto un mundo en el que únicamente existirán una pequeña porción de seres plenamente libres: los mendigos y los excluidos de las fauces del sistema, únicos seres a los que no les interesa el incierto futuro, sino que solo vivirán el presente entre basura, harapos, ríos cochambrosos, niños desnudos de ropa, gitanos romaníes, indigentes, enfermos mentales huidos de instituciones psiquiátricas, ancianas de columnas encorvadas, mendigos sin extremidades que se desplazan en míseros vehículos con ruedas, leprosos, necesitados carentes de manos que alargar para pedir limosna, que compartirán todos ellos migas de pan con las sucias palomas que servirán de animales de compañía a estos vagabundos anti-sistema.
De este modo, Aristakisian convertirá a toda esta galería de personajes desdentados y descastados en los auténticos héroes de su epopeya, narrando a su hijo, aún no nacido, el holocausto social provocado por el derrumbamiento del bloque comunista, fotografiando sin pudor las calles y barrios devastados por las consecuencias del terremoto sufrido en los años noventa en Moldavia, que demolió barrios enteros dejando a la luz toda una fauna de personajes y enfermos mentales que habían permanecido escondidos bajo la prisión de sus casas e instituciones mentales bajo el Régimen comunista y a los que la nueva ola de apertura y occidentalización consideraba unos auténticos despojos humanos. El moldavo no dudará en plasmar la miseria más profunda y vomitiva con unas imágenes que hieren y remueven conciencias con un estilo que recuerda al mítico cine mudo soviético gracias a una fotografía en blanco y negro de tono cromático difuminado y nebuloso. Y este, el punto silente, es otro de los paradigmas que recorren la espina dorsal del film, debido al hecho de que la película desnuda de sonidos de ambiente las imágenes. No escucharemos por tanto la voz de los protagonistas fotografiados, sino que el único sonido que se advierte será la voz del narrador así como pequeños temas extraídos del repertorio de Giuseppe Verdi. Serán por tanto las imágenes, sin ecos ni ruidos ambientales, el eje que vertebre la narración del film, y esto bajo mi punto de vista, es un aspecto que remarca y refuerza de forma exponencial la potencia de las imágenes captadas por Aristakisian. En este sentido, el film recuerda al Apuntes para una Orestíada africana de Pasolini en el hecho de hacer recaer en la voz del narrador el tejido argumental del film y en el carácter sagrado del pueblo -en su concepción micro, no en la macro- la auténtica esencia humana La pobreza más ruin y extrema será plasmada así con toda su verídica crueldad golpeando el pecho de espectador como pocas veces se ha visto en una pantalla grande a través de los diez capítulos, protagonizados por otros tantos personajes que se entrecruzan, que conforman la espina dorsal del film.
A medida que la narración avanza, la incipiente descripción de los hechos llevada a cabo por el narrador en su carta hablada, irá torciéndose hacia un discurso que homenajea a los únicos portadores de libertad plena que son los mendigos que no han aceptado abrazar los cantos de sirena del sistema, denunciando igualmente, el carácter deshumanizador de ese sistema construido a base de dinero, ostentación y posesiones materiales abandonando por ello la reflexión espiritual ajena a todas las leyes que desposeen de independencia al ser humano. Esta crítica al sistema se hará cada vez más profunda, legando frases ciertamente introspectivas que provocarán seguramente intensas cavilaciones en el público al culminar el metraje del film. Y es que, Ladoni forma parte de esas obras que transforman la aquiescencia de los receptores de su profundo mensaje, al recordarnos que debajo de la mugre que disfraza a los mendigos que sufren los avatares de la pobreza se alzan los auténticos arquetipos de la libertad, siendo el dinero y la acumulación egoísta de riqueza en cierto sentido una cadena que fomenta la esclavitud, no solo de aquellos que sufren el rigor de sus poseedores, sino que igualmente de sus inhumanos e inclementes propietarios. Una obra que merece ser reposada para ser disfrutada en su plenitud.
Todo modo de amor al cine.