La virgen roja (Paula Ortiz)

Sencillez y simplicidad

La virgen roja sorprende, de entrada, por su convencionalismo a la hora de narrar la historia de un personaje real; más aún si se tiene en cuenta que el año pasado Paula Ortiz estrenó la magnífica Teresa, una cinta que, cimentada sobre el texto dramático de Juan Mayorga —cuyas adaptaciones a la gran pantalla suelen salir bien paradas, recuérdese En la casa, de François Ozon—, conjugaba la potencia lírica de una gramática encendida de barroquismo con el estatismo avasallador de unos ‹tableaux vivants› que jugaban en todo momento a llevar al límite la composición de la imagen. Era la obra protagonizada por Blanca Portillo y Asier Etxeandia una explosión de expresividad que encontraba sus códigos lingüísticos en la ruptura con el convencionalismo, en la grieta que separaba una película de época rodada en escenarios de cartón piedra de una que era todo un chispazo visual que se expandía por la pantalla quebrando cualquier tipo de límite, haciéndose grande en cada momento de excesividad arrebatada: los momentos brillantes se veían a veces intercalados por otros que se rompían antes de cristalizar en la mirada, pero durante la totalidad de su duración se apreciaba, y se agradecía, la disposición de la directora a realizar una cinta de época cuyo lenguaje no fuese eminentemente televisivo.

Todo lo contrario le sucede ahora con La virgen roja. La gramática personal de Ortiz se diluye esta vez entre una sucesión de pulsos vitales y dramáticos que, expuestos sin el menor atisbo de profundidad, se cierran sobre sí mismos debido a la incapacidad de su responsable para decidir qué cauces narrativos quiere explorar de entre los múltiples que la historia real de Hildegart Rodríguez, una niña que, nacida en la España de los años veinte del siglo pasado, fue criada por su madre siguiendo teorías eugenésicas con la finalidad de que fuese una mujer del futuro, ofrece. Haciendo pie en la estructura del ‹biopic› más trillado y comercial, la realizadora de La novia, configura un relato que germina en la subjetividad de la progenitora de Hildegart (Najwa Nimri) para, después, acercarse al rostro de cada personaje secundario impaciente por escrutar las consecuencias que puedan surgir de su entrada en la vida de la joven protagonista. La aparición del primer amor, los ecos íntimos de un pasado oscurecido por el silencio, la violencia de género, la situación de las mujeres durante la II República en general y dentro del partido socialista en particular, el peso de la fama, la presión que desde dentro de su propio hogar se ejerce sobre Hildegart para que se convierta en una escritora prodigio; todo parece caber dentro La virgen roja. Ortiz se niega a dejar fuera de la pantalla algún tema, y, debido a esa ambición completamente desbocada, no termina desarrollando casi ninguna de las premisas que va planteando.

La directora está más pendiente de abrir el mayor número de frentes posible, de detenerse durante unos instantes en la mirada de cada personaje y darle una importancia innecesaria, que de desarrollar unas cuantas ideas con solidez. Así, por momentos, parece que el propósito de la obra es el de perfilar con pinceladas rápidas el mayor número de acontecimientos posibles, el de esbozar una infinidad de diseños que luego no llegan a ser trasladados al lienzo. De ahí, que la puesta en escena sea de raíz funcional y no expresiva; es decir, que no tenga como finalidad ahondar, a través de la imagen y el sonido, en las problemáticas que el argumento plantea, ni añadir diferentes niveles de lectura. Ortiz, salvo en algunos breves, pero valiosos momentos, se decanta por la nimiedad formal, la nulidad discursiva y la sobrecarga argumental, dando lugar a una película en la que confunde sencillez con simplicidad y abigarramiento con barroquismo.

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