Existe una larga (y hermosa) lista de contraposiciones en La virgen de agosto. El naturalismo de sus actores y la transparencia de su lenguaje contrasta con la cuidada y sensible estética de sus encuadres, fotografía y puesta en escena. Su canto a la vida, al mundo tal y como lo conocemos, su sencillez y su amor, en definitiva, por el realismo, contrasta con ciertos acontecimientos que hasta podrían catalogarse de fantásticos. La sencillez en los diálogos, las sinceras (y creíbles) conversaciones de los personajes, contrastan con determinadas frases inesperadamente tópicas, casi relamidas, de Eva. Toda la película es una conjunción de estímulos, la convivencia de conceptos contrapuestos, el agradable paseo por la vida que realiza un personaje que divaga entre lo caótico y lo centrado, la realidad y la fantasía, la madurez y la ingenuidad.
La virgen de agosto es una partida de cero. Jonás Trueba regala a su protagonista la oportunidad de llenar su vida con el contenido que ella escoja. Eva, instalada en un apartamento cedido temporalmente por un conocido, yace en el sofá de su comedor, pasea por las calles de Madrid, observa desconocidos. Sus actos no tienen rumbo, son la ingenua interacción con el contexto. Es el mes de agosto, la ciudad respira descanso. Toda esta placidez se irá cargando poco a poco de sutiles acontecimientos. El encuentro con antiguos y nuevos conocidos modificará el día a día de Eva, que deberá escoger cuánto de su pasado conserva y qué nuevos caminos toma. Su perfil se irá dibujando a través de estas decisiones, la personalidad que el espectador descubra en ella será la que el propio personaje habrá construido. Una bella metáfora de la “realización personal”.
Pero dejemos ya el apartado teórico. Si bien todo lo dicho puede representar un ejercicio artístico interesante, poco importaría si el producto no tuviera alma. Afortunadamente, la tiene. Y puede palparse, especialmente, en dos aspectos: el primero, la naturalidad de la causa-efecto que recubre toda la película. Aún cuando la protagonista toma decisiones inesperadas, los hechos se suceden de una forma hermosamente creíble. El otro, la chispa que se intuye en los diálogos. Porque, a decir verdad, el argumento de La virgen de agosto no tiene grandes detonantes, ni secuencias dramáticas sobrecogedoras. Pero la luz que desprende cada uno de sus personajes, tan llenos de vida, tan llenos de historia, resulta más que suficiente. De ahí que sea fácil sentirse identificado con muchas de las observaciones, reflexiones e inquietudes que comparten entre ellos.
Además, Jonás Trueba sabe coronar su historia con un romance tan bello como creíble. Algo que, acostumbrados como nos tiene el cine contemporáneo a la idílica, utópica y caramelosa historia de amor de verano, parece casi un milagro. Para Eva, el encuentro del amor no es ningún hallazgo, sino un episodio más. En realidad, parece igual de importante que la compañía de sus amigos o los buenos momentos que le pueda dar un concierto de fiesta mayor. Por otra parte, la interacción entre los dos personajes es tan sencilla, creíble y sincera que uno casi no puede evitar sentir, al observarlos, cierta incomodidad. La incomodidad que produce el saberse observador de la intimidad, marca del mejor cine intimista… La obligada incomodidad que debería producir cualquier película que se proponga ejercer de mirador hacia la vida de un personaje “real”.