La vida sin Sara Amat, adaptación de la novela homónima de Pep Puig, nos sitúa en un territorio familiar: el del despertar sexual y el descubrimiento del primer amor, acaecidos en el contexto de uno de esos veranos que uno, siendo ya adulto, recuerda ocasionalmente envenenado de melancolía. Es un territorio que el cine, así como la literatura, ha frecuentado de forma asidua, y que permite a la novel Laura Jou, actriz curtida sobre todo en la TV catalana, debutar tras las cámaras con una historia pequeña y que juega en cierto modo sobre seguro, si bien todo esto resulta un tanto engañoso: no es tarea fácil recrear, al menos de forma sensible y verosímil, el tránsito de la niñez a la adolescencia, y ese quizás sea el principal logro de la cinta que nos ocupa; es decir, la enorme carga de verdad y cercanía que transmite, culpa tanto del talento de su directora como del trabajo de sus dos jóvenes actores protagonistas, perfectamente dirigidos y capaces de transmitir las turbulencias sentimentales (y hormonales) propias de la edad con una naturalidad muy poco habitual en nuestro cine.
La película, narrada desde la mirada (curiosa, fascinada, perpleja) de un chaval de trece años que empieza a perder la inocencia respecto al mundo que le rodea, comparte con Io e te, de Bertolucci, parte de esa lucidez a la hora de hablar de las complejidades de esa fundamental etapa vital y de cómo los desencantos de la vida adulta (sus secretos, su hipocresía) se filtran y enturbian nuestra visión de la realidad. Incluso la relación que establece con la inconformista, enigmática, Sara Amat del título, recuerda un poco a la que establecían los personajes de la película del italiano, tanto en la forzada reclusión en la que están obligados a conocerse íntimamente, como en la tensión entre inocencia (él) y experiencia (ella) que se da entre ambos. En este caso, esa tensión se nutre del tono poético, delicado, que Jou imprime a la narración, bajo cuyo auspicio florece un erotismo suave y candoroso, construido en torno a gestos y miradas en los que bulle un deseo aún teñido de la ingenuidad que otorga tan corta edad.
En este sentido, La vida sin Sara Amat funciona con bastante eficacia: a pesar de su brevedad (o gracias a ella), logra fácilmente la implicación del espectador debido a su cercanía, su discurrir fluido, su sencillez argumental (en cuyo fondo late, no obstante, un convulso tejido emocional y sentimental) y su conseguido registro de intimidad, probablemente el elemento que mayor fascinación y atractivo ejerce de todos los que conforman la película de Jou, beneficiado de la cálida fotografía de Gris Jordana, que evoca la nostalgia de aquellos veranos irrecuperables de nuestra infancia. En su contra, no puede decirse que se aleje demasiado de otros muchos relatos de iniciación que pueblan la historia del cine. Lo que sí hace es sumarse al canon con un brío renovador especialmente por la frescura y espontaneidad que exuda, en la que también puede destacarse el descubrimiento del eterno femenino que deslumbra a su joven protagonista, y en el que la figura de Sara Amat (encarnación del desencanto respecto a un universo adulto triste contra el que sólo cabe la rebelión y la huida) se convierte en el foco más magnético de toda la función.
Si quitamos algún desliz ocasional (la cita culta de Tolstoi, algo impostada) y asumimos que no vamos a ver la historia más original del mundo, podemos extraer no pocos placeres de la contemplación de esta pequeña película, especialmente si aún somos capaces de reconocernos en esos relatos de hallazgos y vuelcos vitales que trastocan nuestra visión de la existencia y nos dejan marcados, para bien o para mal, y más curtidos y preparados para los sinsabores que vendrán en el futuro. La vida sin Sara Amat se inscribe en esta línea y lo hace con una seguridad y delicadeza que merecen nuestro reconocimiento.