Menorca como triste y desierto paraje de una guerra civil que acaba de concluir; un rincón repleto de miseria y podredumbre, imagen que choca con su inseparable luminiscencia meditarránea y el enfoque marítimo inexorable en su recuerdo. Bajo este estigma de ubicación el director catalán March Recha propone un telón de fondo natural y esencial para presentar la historia de dos niños, vástagos de una madre emigrada a Argelia y que vivirán en la isla bajo los cuidados de su tío; eso no les librará de que su naturalidad les lleve a dejarse embaucar, bajo silencio y fusiones, por los parajes y secretos que esconde una localización que a pesar de su vistosidad radiante esconde ásperos secretos e historias que quedarían sepultadas por los perennes rayos que azotan la región. Esto se personificará en un solitario personaje, de tinte cuasi espiritual, interpretado por Sergi López, que tratará de promulgar a los infantes el oscuro calado que parece esconder los más recónditos rincones de este pequeño gran islote que los jóvenes recorren bajo inocente mirada.
Marc Recha tira de la poesía fílmica para narrar La vida lliure, relato del extraño poso que dejan tras de sí las desgracias (aquí no solo circunscrito a la propia guerra, sino a la tragedia de los propios niños, huérfanos de padre y con una madre huída sin otra oportunidad), construyendo una narrativa predispuesta a ensalzar la imagen, los sentidos ambiguos que dejan tras de sí las líneas de diálogo de los personajes y haciendo una cuasi alegoría de una existencia turbia ensalzada de manera irónica con un paisaje que parece irradiar luz y claridad existencial. Una historia que no se construirá con una simple concatenación de escenas, si no con el sentido con el que Recha aboga por detectar e implementar los estigmas más bucólicos de lo que está contando (y haciendo, en un alegato final, ciertas conexiones con el universo real de la época); por ello, esta Menorca se degustará, aún incidiéndose en el paradisíaco porte del lugar, en un enclave cuasi fantasmal, de etéreo ostracismo, en el que unos personajes arraigados a la desgracia y que en la forma tan temperamental como idílica con la que rezuman sus miradas y frases, intentarán rescatar esos tesoros que abran una puerta a una vida mejor; en este caso, los niños, ansiosos por volver con su madre, tesón que chocará con un hombre sumido en la decadencia como es Rom, ese lugareño tosco y crepuscular que se deja llevar por el ocaso existencial de los acontecimientos.
Cabría mencionar, en lo estrictamente cinematográfico, el acertado tono con el que se presentan las actuaciones de la pareja de infantes, sofocados por el habitual y tosco temperamento interpretativo de Sergi López, como este alma en pena que representa el lado más afligido de la isla; no conviene olvidarse de la extraordinaria dirección fotográfica y el acompañamiento musical, recluidos aquí en un empeño por enfatizar el tono de la obra y no por la promulgación de un innecesario virtuosismo. Pero, ante todo, La vida lliure se establece como un film que parece evocar un dramatismo sensorial en un género que en su esencia incurrirá como es el cine de aventuras, cogiendo al menos varios de sus ítems más característicos; a destacar, la visión casi filosófica de su puesta en marcha y desarrollo, así como la confección de un (sombrío) universo propio, intencionadamente idílico, en el que desarrollar una extraña paradoja sobre las inexorables sensaciones ante la desgracia y un fatalismo que el espectador ha de detectar dejándose llevar por la unión entre su carácter clasicista y literario, envuelto de la claridad visual de esa Menorca tan brillante en estética pero decrépita en su interior. Una antítesis en las que Recha construye esta epopeya de la búsqueda de la libertad, que encontrará en la pesadumbre intrínseca de toda guerra el principal adversario para esta dupla de protagonistas que representan la última esperanza del talante autodestructivo de toda guerra.