Conozco en mi entorno cercano el caso de una niña que nació con una patología reconocida desde 2020 como enfermedad diferenciada con el nombre de Síndrome por deficiencia CDKL5 (CDD). El gen CDKL5 «proporciona las instrucciones para generar una proteína que es esencial para el desarrollo del cerebro y sus neuronas», según explican en la página web de la Asociación de afectados del gen CDKL5 en España, «por lo que una mutación o deleción de dicho gen provoca una producción errónea de la proteína, que se traduce en un funcionamiento alterado del cerebro». Es decir, a cada persona en un grado diferente, pero se trata de una patología que convierte a quien la sufre en alguien dependiente para siempre. En el caso de la niña que conozco, de momento pinta a que le ha tocado todo lo que le podía tocar, hasta el punto de que, a su madre, trabajadora en el sector hostelero, le concedieron —pasados casi 3 años desde el nacimiento y con los abuelos de la niña envejeciendo 10 de golpe— una reducción del 99,99% de la jornada laboral. Lo gracioso (ejem) es que, cuando la madre dio la noticia a su jefe, este le dijo que tendría que pasar por el lugar de trabajo y fichar para cubrir el 0,01% restante.
En La vida entre dos noches, cortometraje escrito y dirigido por Antonio Cuesta y protagonizado por José Manuel Poga y Javier Delgado Pérez, uno ve un poco de eso, pero sin la reducción de la jornada laboral. Una mañana cualquiera —pero laborable—, un hombre, cuyo hijo tiene parálisis cerebral, recibe una llamada de la persona encargada de cuidar de él para avisarle de que no va a poder ir hoy por un contratiempo. A partir de ahí, digamos que la narración consiste en generarte ganas de cagarte en la madre que parió a Panete, en sus muertos mataos y demás frases hechas que sirvan para desahogarte ante determinadas injusticias y, sobre todo, barreras arquitectónicas y de las otras (de las de a mí no me dejes este marrón que no tiene que ver conmigo). Y no porque a lo largo de sus 25 minutos aproximados de metraje se den situaciones especialmente duras. Al contrario, de hecho: porque las situaciones que se dan, salvo quizás la más personalizable en la figura del padre (Poga) y su trabajo, te llevan a la normalidad. A hechos que, vistos desde el punto de vista del que no es protagonista —es decir, convirtiéndolos a ellos en los protagonistas— pasa a ser el comportamiento más lógico, aunque sea egoísta o inhumano.
Desde lo anecdótico y lo cercano (representado por el vecindario y por el veranito), La vida entre dos noches es sobre todo una obra que te convierte en su protagonista. No hace como tal una denuncia relativa a lo que se puede mejorar en esta sociedad en términos de dependencia, pero la denuncia surge por necesidad, claro. Tanto porque parece que la vida esté pensada o regida para ser cosa de dos, como porque las personas dependientes no son valoradas como una o, cuando toca que las tengan que cuidar, pasen a ser casi un estorbo para muchos. Es jodido, y por eso el Estado tiene que participar, coñe, si es que no debería ser tan difícil de entender, me cago en la leche.
Mira, ya me he enfadado. Y eso que en la ficha de la película aparece entre sus géneros la comedia. Será porque es ligera, por el costumbrismo o porque el ya mencionado Poga a veces acostumbra a ser comedia —él en sí mismo— como con su personaje de Poquita fe o de Grasa, pero al final de todo aquí no hay quien se ría, precisamente por la evolución del personaje desde que se levanta de la cama por la mañana hasta que se sienta a descansar por la noche antes de dormir, siendo tan elocuente que apenas necesita las palabras.
En cuanto a la “anécdota” del primer párrafo, yo recomendé que la madre de la niña fuera cada mañana a fichar y se fuera al segundo, a ver si luego le salían horas extra y se las tenían que pagar. Sin embargo, por lo que sea, nadie me hizo caso y la realidad es que fueron a juicio y allí les quedó a todos más claro lo que les tocaba hacer.