Calabacín, un niño algo introvertido, comparte domicilio con una madre más preocupada por los botes de cerveza que de su pequeño. Tras un sinfín de borracheras y un accidente, Calabacín se verá obligado a ingresar en un hogar especial con otros niños de su edad que han visto alejarse a sus padres. Es entonces cuando muchas de las cosas hasta entonces inéditas para él, como el cariño y la confianza, cobrarán sentido.
La vida de Calabacín (Ma Vie De Courgette) es una película suiza dirigida por Claude Barras y cuyo guión está escrito por la cineasta Céline Sciamma (directora de Tomboy o Girlhood), el autor de historietas Morgan Navarro y el escritor de relatos infantiles Germano Zullo, todo ello partiendo de la novela original de Gilles Paris. Una curiosa mezcla que no lleva implícita la elaboración de una película dispersa. Más bien al contrario, La vida de Calabacín aparenta ser un film tierno, pequeño e inocente, pero con el paso de los minutos arroja los fundamentos suficientes como para dejar claro que su alcance va mucho más allá.
De primeras, La vida de Calabacín funciona visualmente como un conjunto de personajes de plastilina que se mueven al estilo marioneta, una sensación conseguida mediante ‹stop motion›. Lo interesante es que esta construcción material está trabajada en el punto exacto de su verosimilitud. Es decir, la personalidad de los niños, niñas y adultos de la obra está bien reflejada en detalles de su aspecto como el flequillo del pelo que tapa un ojo y que señala introversión o un tupé pelirrojo indicativo de justo lo contrario. Pero nada de eso propicia llevar los personajes a lo caricaturesco, sino que cada uno se comporta de un modo bastante realista.
La historia narrada en La vida de Calabacín no está tan apartada de la clásica estructura en esta temática. Los perfiles de los protagonistas del relato guardan un punto de originalidad acertado, situación que contrasta con el más previsible desarrollo de los acontecimientos. No obstante, el punto fuerte del film que dirige Claude Barras reside en cómo es capaz de llevar a cabo una progresiva construcción de la cinta mediando entre unas dosis de esperanza cercanas a lo relamido (la historia de amor) y la difícil vida de estos chavales que, después de todo lo malo por lo que han pasado, tienen la pequeña suerte de haber caído en un hogar de acogida así.
En ocasiones parece un asunto baladí tratar la duración de una película, sobre todo en obras donde se presupone mayor libertad de sus creadores para decidir estos aspectos. Sin embargo, sería imperdonable no mencionar que la escasa hora de duración de La vida de Calabacín es una de las mayores virtudes de la cinta. Todo está condensado a la perfección en esos 66 minutos de metraje, de tal manera que existe una ausencia plena de redundancias y escenas de relleno. El mejor ejemplo de ello es la parte inicial de la película, desde su primera imagen hasta el ingreso de Calabacín en el orfanato, una secuencia muy bien elaborada y que anticipa esa unión entre desgracias y esperanzas que será denominador común en toda la obra.
Merece la pena echarle un vistazo a este film que nos deja la cinematografía suiza. Dedicar una hora a La vida de Calabacín es tiempo que se amortiza rápidamente con las bonitas pinceladas sobre las historias de un grupo de niños que, aunque ficticios sobre el papel, no es nada raro imaginárselos en la vida cotidiana. Una película reconocida a un lado y otro del Atlántico por su facilidad para contar algo estremecedor sin dejar de ser delicada y que está planteada con indiscutible acierto en lo que se refiere a sus técnicas de animación.