El fracaso comercial que supuso El profundo deseo de los dioses, no cabe duda una de las películas más personales y arriesgadas del maestro Imamura, propició que éste estuviera alejado de la dirección de largometrajes de ficción durante un periplo que abarcó casi una década. El autor de La balada de Narayama cayó en una profunda confusión replanteándose su futuro como director de cine ante la escasa aceptación que sus películas encontraban entre un público japonés más interesado en gastar su tiempo libre contemplando obras de tono superficial dejando de lado ese temperamento irónico, transgresor y retorcido del tokiota. De este modo 1979 se convertiría en el año del retorno del sensei. Y la vuelta no pudo ser más hipnótica y agresiva. Puesto que con La venganza es mía Imamura sentaría cátedra alterando los resortes de un séptimo arte japonés acomodado que necesitaba de esta alma rebelde para soltar esa chispa que siempre albergó demostrando que su retiro favoreció la explosión de toda esa rabia contenida derivada de su alejamiento de los focos y las cámaras de cine.
La venganza es mía se eleva como una de esas joyas que no tienen ningún desperdicio. La cinta narrará, a través del empleo de una serie de flashbacks que viajarán en el tiempo tanto para atrás como para adelante sin perder por ello la coherencia de la historia, las vivencias de un asesino en serie cuyas fechorías fueron cometidas en el Japón de principios de los sesenta convirtiéndose en uno de los casos más famosos de la crónica negra nipona de toda su historia. Partiendo de este recurso muy ligado al cine negro clásico americano, Imamura retorció los dogmas típicos de este tipo de cine cuya esencia solía caer en la frivolidad así como en los aspectos más chocantes de la psique del protagonista. Pues Imamura decidió apostar por construir una pieza alejada del género de psicópatas mostrando por contra los vicios y depravaciones del asesino desde una óptica muy natural dictando una especie de atestado policial objetivo, con todo lujo de detalles y fechas, que en ningún momento entra en el juego de prejuzgar las salvajadas cometidas por el radiografiado.
Y este tono documental evidenció toda una declaración de intenciones. La de exhibir en primer plano a una sociedad hipócrita guiada por la mentira y ese falso puritanismo revestido de honor y tradición. Unos ciudadanos asustados por la presencia amenazadora de un monstruo caminando libremente entre sus calles y avenidas, pero sedientos de sensacionalismo y con ello de contemplar la sangre suturada por unas víctimas no tan inocentes como cabría pensar. Esa es la gran virtud del film. No caer en el error de ultrajar la mente del espectador hacia una dirección fácil. Y perturbarlo. Pues resulta extraña esa vinculación que poco a poco se establecerá con ese Iwao Enokizu (interpretado como los ángeles por el actor fetiche de Imamura y siempre inquietante Ken Ogata), un egocéntrico ser que ya desde su más tierna infancia enseñaba sus cartas revelando su desprecio hacia sus compatriotas motivado por el rechazo sufrido por su familia por confesar la religión católica y también hacia su propio padre a quien Enokizu acusará de las desgracias padecidas por su estirpe, fundamentalmente por su enfermiza y querida madre.
En este sentido la cámara del maestro seguirá los pasos de este asesino desde su apresamiento por una patrulla policial y su trayecto a la cárcel donde espera ser ajusticiado rememorando en el camino los recuerdos del capturado. De este modo, como si estuviéramos leyendo el dictado policial de los hechos acaecidos, seremos testigos del asesinato cometido a sangre fría de dos incautos camioneros con el único propósito de robarles la cartera a golpe de martillo y puñal. También de sus vínculos familiares, evocando la infancia de Enokizu así como la lejanía que le separa de su padre, dueño de un humilde hostal. De su relación con su novia y posterior esposa, una mujer viciosa que sentirá una atracción enfermiza hacia su suegro ante la ausencia de su marido. De su mimetismo y capacidad para adquirir diferentes personalidades, hecho que ayudará a nuestro anti-héroe a consumar diversas estafas, alijo de dinero y también homicidios, siendo su propensión al timo y al robo la principal característica de un hombre al que no le quedará más remedio que asesinar para lograr sus objetivos y escapar del acecho policial.
El relato pormenorizado de cada uno de los actos criminales ejecutados por este alma marcada por la desventura fueron tiznados por Imamura con el empleo de un desmelenado humor negro cargado de erotismo y ocurrencia. Para el recuerdo quedan la escena del baño de vapor en una piscina natural disfrutado por la mujer de Iwao con su suegro, de una jugosidad tan directa y desmedida que acabará resultando toda una caricatura pretendida por Imamura con el fin de apuntar el temperamento casposo y esquizoide de un padre cuyas creencias religiosas emanarán como un presidio que impedirán desatar sus instintos más básicos. O la comisión de los primeros asesinatos presentados en pantalla, telegrafiados por Imamura con un claro sentido cómico así como con esa suciedad para nada glamurosa pegada a la más cruda realidad. Asimismo hilarante será la relación que se establecerá entre Enokizu y esa vieja con tendencias vouyeristas suegra de la dueña del cutre establecimiento que albergará a nuestro protagonista disfrazado de respetable profesor universitario. Un nexo que se estrechará por el hecho de que ésta también esconde a una asesina que ajustició a su marido en el pasado, así como por la atracción hacia el juego y el vicio que detenta este simpático y deprimente personaje.
Otro de los puntos fuertes que ostenta el film es su perfecta recreación de la época. Unos años sesenta coloreados con una paleta de ocres que pintan una textura apagada y fatalista sin necesidad de recurrir a artificios expresionistas ni a impactantes efectos de luces y sombras. Porque Imamura consigue el impacto desde la serenidad y una intencionada frialdad que hiela la sangre del más fogoso. Así, desde el punto de vista formal La venganza es mía recuerda a esa superficie visual esbozada por Yasujiro Ozu en sus coloristas El sabor del sake y El final del verano. De hecho no pocas transiciones y elipsis empleadas por el autor de Dr. Akagi imitan sin rubor a esos cambios de escenario vertidos por el autor de Flores de equinoccio en el interior de las casas de bambú. Con claras pretensiones ascéticas, Imamura transformará la quietud en vehemencia sin ningún esfuerzo, pero evitando errar en el intento. Sin perder de vista esa puesta en escena que prefiere el tedio a la acción y el realismo a la deformación amarillenta de los acontecimientos.
Tampoco será el concienzudo análisis de la psique del protagonista la intención primaria del maestro. En este sentido la magnética interpretación de Ken Ogata basta y sobra para inyectar esas gotas de perversidad y destinos fatales de un modo claro y sencillo. Enokizu no aparecerá así como un psicópata cuyos actos carecen de motivo. No. Los crímenes detentan unas claras motivaciones relacionadas con la malsana seducción que siente el protagonista hacia el dinero, alcanzando el orgasmo cada vez que expolia una cartera o engaña a sus inocentes mártires con toda una sarta de delirantes embustes.
Como antagonista al asesino aparecerá la figura de su progenitor. Un ser sin sustancia ni fuerza siquiera para beber el flujo de sus deseos innatos. Alguien que renunciará a su felicidad para cumplir con su catecismo, enterrando en su mente toda una gama de pensamientos perversos y pervertidos por temor al que dirán. Un ciudadano que cumple con los dictados del buen samaritano, más preocupado por guardar las apariencias que por el prójimo, cuya mezquindad y total amoralidad será descuartizada por un Imamura que no mostrará ningún tipo de compasión por una sombra que se mimetizará con esa deshonesta y farsante sociedad japonesa que silencia su vil carácter bajo la máscara de la invisibilidad social.
Este choque de personalidades brotará como un terreno acondicionado para verter esa mala baba y sentido de denuncia presente en toda la obra de Imamura. Pues La venganza es mía funciona como un compendio que escupe una disección precisa y enrevesada alrededor de las ruindades que los convencionalismos sociales anteponen en el funcionamiento moral de sus conciudadanos. Unas normas impuestas y que por tanto serán derribadas por quienes chocan contra ellas o bien agrediendo a todo bicho viviente que se atreva a acercarse o bien condenando a una penitencia tortuosa a aquellos que no se atreven a saltar la valla que atenaza su libertad. E Imamura parece sentir más simpatías por los outsiders (señalados por la figura de Enokizu) que por los cobardes con piel de cordero (rotulados por la de su padre).
El film hace gala de un doble sentido embaucador y atractivo gracias a unas hipnóticas alegorías cocinadas con un simbolismo inconformista solo al alcance de un poeta de la imagen. De este modo las escenas sexuales que cubren buena parte del film desprenden un misterio alienante. Observamos a dos amantes en plena pasión dando rienda suelta a su fuego, pero contagiados por un cierto aroma a miedo, a evitar dejarse llevar por los instintos como los de ese asesino que anda suelto. Más bien parecen asesinatos que cópulas. Por contra los homicidios serán descritos sin ningún atisbo de espectacularidad. Cuando no invitan a la risa lo hacen a la confusión. Asomándose como una especie de redención para las víctimas que parecen felices de abandonar este mundo cruel y vil. El temor del asesino a ser prendido por la policía correrá en paralelo con el de su padre relacionado con su recelo a follar con su nuera. Muerte y vida se dan la mano sin conexión espacial. Imamura se encargará de unirlas a través del poder de un montaje en paralelo que adornará la puesta en escena del film.
Desde el punto de vista técnico la película se articula a través de una amalgama de planos generales, picados y contrapicados que revisten cierto aroma a ese cine documental que cultivó el maestro a lo largo de su carrera. Planos sencillos, elegantes y perfectamente encuadrados que permiten avanzar la trama sin prisa pero sin pausa gracias a un montaje vanguardista que mezcla terrenos temporales y espaciales estirando y contrayendo el camino en una multitud de cruces dramáticos de fino estilista. Todo ello convierte a esta obra maestra en una de las gemas del cine japonés de todos los tiempos así como una de las imprescindibles de una de sus mentes más afiladas. El inimitable Shôhei Imamura.
Todo modo de amor al cine.