De planos fijos y juegos con el fuera de campo, La última vez que vi Macao es una de esas experiencias (en toda la extensión de la palabra) cinéfilas de la temporada que no hay que dejar pasar. Con una propuesta formal que parece encerrada en sí misma, quizá el mejor modo de afrontar el nuevo trabajo de João Pedro Rodrigues, quien co-dirige junto al que durante años ha sido su director artístico, João Rui Guerra da Mata, es el de conocer cuantos menos detalles y, simplemente, dejarse llevar. Quizá ello contraríe las líneas que a continuación me dispongo a escribir, pero desde luego que si lo que viene acto seguido sirve para convencer a algún incauto para que le ofrezca una oportunidad a La última vez que vi Macao, no podré más que darme por satisfecho.
En su planteamiento formal, que además de fijar su eje en en ese peculiar empleo del plano encuentra en su inquebrantable voz en off una impávida narración que bien podría remitir en cierto modo a Wong Kar-wai, y que se compone a través de la propia narración del protagonista y algún diálogo que mantiene con distintos personajes, el film de Rodrigues y Guerra da Mata encuentra el ensamble necesario para hacer confluir este misterioso retrato que nos lleva a los confines más lóbregos y a la vez coloristas de esa Macao a la que alude el título del film, deconstruyendo una historia que parece apuntar al ‹noir› (esa llamada desesperada de una mujer, los distintos pasajes que João vive en la ciudad…) para terminar desembocando en una suerte de cine fantástico de apuntes místicos que bien podrían remitir tanto en forma como en fondo al cine de Apitchapong Weerasethakul.
Y es que del cine del tailandés, además de ese estilo que conjuga al mismo tiempo una extraña dote por lo contemplativo e ilusorio, parece extraer un gusto similar por el tratamiento de un núcleo que generalmente se mantiene intrincado para el espectador, y centra sus esfuerzos en la vocación de un cine que prefiere insinuar y evocar antes que hablar directamente al público con una voz que, propia y personal, permanece firme a lo largo de un metraje. En más de una ocasión los cineastas se pierden en esa ciudad como si todo fuese producto de un reflejo, del espejismo de una ciudad cuyo pasado no se atisba y vive a través de un presente difuminado en esa visión cuasi etérea de una Macao que tan pronto dibuja entorno a sus iluminadas calles paisajes que se asemejan irreales, como nos lleva a un entorno más tangible.
El reflejo de Macao queda alimentado en parte por esa identidad que João, su protagonista, no encuentra en una ciudad que un día fue portuguesa, y en cuya asociación se incide al no mostrarnos en ningún momento el rostro de João, que permanece fuera de plano en una crónica de planos inmóviles que solo pierden su carácter cuando mediante algún que otro ‹zoom› o ‹travelling› justificado, los cineastas expanden ese relato, y que parecen aludir a la memoria a través de los ojos y disquisiciones que media él sobre esa enigmática ciudad en la que la persecución de una jaula determinará un destino que nunca parece ligado al fuero interno de una historia que nos lleva por distintas sendas. El film parece tener algo de crepuscular y encuentra en una composición pausada la revelación de su naturaleza, que nos llevará en un viaje único por esta propuesta imperdible, que descubre la personalidad de un cine necesario e inimitable sin el que no se entenderían las directrices de una cinematografía que sigue expandiendo horizontes y encuentra en La última vez que vi Macao una de esas manifestaciones que no surgen muy a menudo.
Larga vida a la nueva carne.